a) mal menor: podían hacer que desaparecieran nuestros calzoncillos sucios, y uno no se compra unos calzoncillos cualesquiera para que se los quede cualquier redneck reaccionario de semejante estado entre norte y sur.
b) mal no tan menor: podían dejar la maleta sin cerrar y lista para posible inspección en las escalas de Cincinnati y París, con los consiguientes quebraderos psicológicos sobre los sucedidos posibles para nuestros enseres
c) mal mayor: cualquier desaprensivo podría introducir cualquier cosa en la maleta que supusiera un problema para nuestra querida escala en Cincinnati, París o nuestra llegada a Bilbao si resulta que eres el único pasajero del día al que la Guardia Civil decide abrirle la maleta en las aduanas (una frecuencia mayor nunca ha sido observada por mí en el aeropuerto de Loiu, al menos). Las posibilidades eran: un kilito de polvo blanco, una pistolita, o un portafolio con fotos porno de Michael Jackson.
Estoy convencido de que tales paranoias fueron también agrandadas por el hecho de tener que comerse la espantosa chicken breast burger con aliño bluecheese del aeropuerto de Charleston. Así que ni cortos ni perezosos y dispuestos a saber con ciencia definitiva si nuestras maletas habían sido realmente bloqueadas acudimos de nuevo a los mostradores de Delta. Los empleados de la compañía nos escucharon y llamaron al responsable de la seguridad, que impasible, aunque con cara de muy pocos amigos, nos tranquilizó en grado sumo diciendo que teníamos la palabra del gobierno de los EE.UU. asegurándonos que las maletas habían sido abiertas, inspeccionadas y cerradas. El hombre no era un armario -hasta yo le habría podido en una lucha sobre el barro- pero tenía una cara de muy mala hostia, ciertamente. Uno tiene que reprimir una sonrisita al oir eso de la palabra del gobierno americano (y morderse la lengua para no soltar un 'remember the Maine'), e incluso decir que las maletas han de pasar por París, donde la palabra del gobierno americano puede no ser válida. Huy, qué rictus más feo... Las maletas, por supuesto, no podían verse de nuevo... En fin, paramos la ofensiva antes de que el siguiente punto fuera pedirle el nombre al susodicho funcionario de la TSA. Las maletas no llegaron con nosotros a bilbao debido a que la conexión de París era megacorta. Al recibirla en casita unas horas más tarde, comprobé que no faltaba nada, que París había puesto nada menos que tres nuevos ribetes de seguridad, que no había nada extra, que todo el material había sido cuidadosamente mirado (todo estaba al revés, el material dentro de carpetas movido, las cosas sacadas de las bolsas que suelo llevar, etc...) y que la TSA había dejado un papel que ahora, colgado de un alfiler, decora la pared de mi escritorio, donde la Transportation Security Administration informa en una ‘notification of baggage inspection’ que me han mirado hasta el último calcetín con el objetivo de protegerme a mí y al resto de pasajeros, sin olvidarse de su publicidad: ‘smart security saves time’... En fin, si a esta desprotección y a esta introducción impune en la intimidad la llaman protección... ay, país de salvajes...
La visita a Charleston y alrededores fue un contacto más real con la verdadera América, la que vi en mi primer y hasta ahora único viaje turístico por el país (hace ya casi ocho años) y no con la de los grandes hoteles y convenciones que he visto después. Cerca de Charleston, en un pueblo llamado Ravenswood, en el medio de la absoluta nada, hay una factoría que una empresa francesa compró a una americana hace ahora cuatro añitos y que son clientes. Los franceses tiene desplazados ahí a un equipo de unas quince personas que imagino que para gran cabreo del personal americano realizan las principales labores de gestión y control de producción. Visto el lugar, no sé si en la empresa francesa se verá el ser trasladado a Ravenswood como un premio o un castigo. El lugar es terrible. Se alojan en un Holiday Inn de carretera en un pueblo llamado Ripley (sí, Ripley, ni idea de implicaciones literariocinematográficas con el mismo) con la única atracción a pie de un restaurante americano (Shoney's) y una cafetería con el irónico nombre de la cadena Subway, y con la desolación de las colinas, las carreteras y los locales alrededor de la misma como única atracción. Al parecer, los fines de semana los gabachos huyen como cosacos en avión hacia New York City, Chicago o Miami, cosa que no es de extrañar. Tuvimos que cenar en el Subway dichoso, con la retahila monótona de trailers pasando por la autopista, porque el otro ya había cerrado para cuando llegamos; un local desangelado con olor a lejía y limpiacristales, al ladito de una gasolinera, y con una colección de seis preadolescentas que yo no sé qué leches hacían a las diez y cuarto de la noche pidiendo la cena en un garito así. Labor, por cierto, en la que tardaron casi media hora de imprecaciones al paciente y maduro señor camarero, a grito en cielo y poniéndose verdes de continuo, ocasionando el consecuente dolor de cabeza a los atónitos espectadores (y de vez en cuando nos dirigía la mirada una nilña de apenas doce años con los ojos pintados en plan vampiresa destrozahombres, me dio una pena inmensa) y generando un comentario espeluznante: uno casi puede entender que en semejante ambiente crezca un sniper (aka francotirador) que atente contra tal vida, tal ambientación, tal paisaje.
Y la verdad, poco se me ocurre qué contar de esta nueva visita al país de las libertades, jojojo. Me miraron como modernito porque quise beber una margarita y convencer a mis acompañantes para comer unos estupendos rollitos de sushi… Tampoco se atrevían a ir a un mexicano estando en San Diego, ay señor señor... Pero, en fin, que he vuelto aliviado del lugar, dado cómo está la situación, el país, y esto del volar. Como siempre me suele pasar tras un viaje de este pelo, encuentro cierto gusto inexplicable en pasear por las calles de una ciudad con aceras, con gente que pasea hasta la noche por las aceras, donde los coches hacen ruido y nos indican que en efecto no son humanos, donde los edificios pueden ser abarcados por la mirada humana, donde no hay que llegar a los cines en coche, donde, incluso, la vida no se entiende como algo bueno sólo si se vive en una cárcel de lujo y seguridad.
Distancia San Diego – Ripley: 3250 Kms
Viaje realizado en marzo de 2003 (etapa iii/iii)
Distancia San Diego – Ripley: 3250 Kms
Viaje realizado en marzo de 2003 (etapa iii/iii)