martes, 30 de noviembre de 2010

El dragón del karaoke contraataca


Cuando alguien visita un posible proveedor es bastante probable que el susodicho le agasaje de alguna manera. Cuando eso se une a la aparentemente impagable hospitalidad china, el asunto puede convertirse en un continuo ofrecimiento de actos lúdicos, recital de brindis consecutivos durante las cenas con el consiguiente efecto etílico, intentos de banquetes desaforados, e, incluso, por qué no decirlo, por qué no admitirlo, carrusel de regalos que empequeñecen la maleta del viajero experimentado y sabedor de lo importante que es ahorrar el espacio en sus bultos de viaje. Durante este viaje, los actos lúdicos de relevancia se redujeron a tres. Uno de ellos constituye el último episodio de esta saga, por lo que aún ha de esperar. Otro fue una visita a una bolera china, que es como una bolera americana pero llena de chinos. El material es el mismo, el ruido es el mismo y se hace el gilipollas de igual manera en ambas, por lo que no ha lugar a comentario. Y el tercero fue la afición nacional china: ¡¡¡el karaoke!!! Aqueste invento japonés, cuyo mejor juego de palabras pergeñó ETB hará ya unos años con su verbena móvil por los pueblos de la tierra vasca y el programa llamado Euskaraoke, es la actividad lúdica de más éxito en China, lo cual es todo un mérito, considerando el tradicional (y parece que justificado) poco aprecio chino por las cosas del Japón. Esto tiene una consecuencia fundamental: ¡los chinos cantan estupendamente! Pero tardan en lanzarse, leches.

Durante la semana, la amenaza del karaoke pendía sobre las cabezas de los avezados viajeros. Fue desde el momento en que Deborah admitió que eso del karaoke no le gustaba nada, confesando con un mohín que cuando abría la boca para lanzar lindos gorgoritos sonoros se producía un cerrarse de cielos que ríete tú del Gólgota, y que en consecuencia ella no pensaba cantar, que empezamos a insistir en la posibilidad de ir a un karaoke, con soterrados comentarios a nuestros anfitriones. Que pensando que, evidentemente, nos entretenían en grado sumo, devotos nos condujeron al karaoke de nuestro hotel en Guiyang. ¿Guiyang? ¿Nombre nuevo? Sí, queridos. Una de las cosas que tiene irse a China es que en sólo una semanita los imposibles nombres chinos no te parecen una cosa tan difícil y se distinguen no diré que estupendamente, pero se distinguen. Guiyang es la capital de la provincia de Guizhou, una zona más pobre que Hunan, con un 70% de analfabetos. Su aeropuerto es, sin embargo, el último grito. Allí llegamos en el primer vuelo realmente nacional que hacemos en China. Sin gente de Hong Kong ni americanos. Los chinos siguen todavía disfrutando de la excitación de volar: no dejan una miga del catering, y cuando el avión despega o aterriza se pegan en filas de tres junto a las ventanas, intentando no perderse detalle de la operación, y apretujando, si necesario, al pasajero correspondiente. Y no son unos pocos, no. Lo hacen todos, mecachis. Ni qué decir tiene que el avión no cambia las costumbres gastronómicas, por supuesto. Y que tienen tendencia a llevar todo su equipaje en cabina, envuelto en numerosas bolsas de plástico, cada una de las cuales cumple los requisitos de espacio, pero yo diría que el conjunto de todas más bien no. No sé si tendrán miedo a facturar, cosa que no se debería, porque los chinos tienen una cosa muy buena en su sistema de recogida de equipajes, puesto que comprueban que la maleta que te llevas está marcada con el número que tienes en tu recibo de equipaje que te dan con la tarjeta de emabrque. Una cosa que no he visto en otro sitio y que evidentemente impide los robos de maletas en la misma cinta de equipaje. Eso sí, no sé qué pasará como te equivoques, puesto que el personaje que comprueba las maletas está vestido con los galones del partido.

Guiyang es una ciudad más fresca y me atrevo a decir que más bonita que Changsha, pero por la simple razón de que se ve algo. Además, está entre montañas, en una zona verde que parece chula. En este sitio nos alojamos en una hotel típico: ¡el Holiday Inn! A pesar de la franquicia yanqui, el inglés es sensiblemente peor al de Changsha. Los gorritos de los sacarinos son tan espantosos que inducen a la risa (hago un esfuerzo y me contengo cual periodista en rueda de prensa del presidente del gobierno). El Holiday Inn, evidentemente, dispone de un karaoke, pero en contra de lo esperado, sus salas son privadas. Allí nos reunimos Deborah, Geoff, Grace, dos chinos más (un chino y una china: ¿les he dicho ya que la discriminación sexual aparentemente no existe en el mundo laboral ni en el social? Aunque un día en una comida dos de los anfitriones, chico y chica, montaron un pollo para ver quién pagaba: ganó él), y un servidor. El primer problema es el menú de canciones. Hay así como veinte páginas de canciones chinas y tres de canciones en inglés, y, al parecer, a los chinos en inglés les gusta cantar cosas lentas, melosas y latosísimas tipo When a Man Loves a Woman, Everytime You Go Away, Your Song, o cualquier pieza trufada de almíbar compuesta por Paul McCartney. Así que Geoff, que se las sabe todas y sabía que los chinos esperaran a que nos lanzáramos y si no lo mismo se sentían ofendidos, se arrancó con la pieza más marchosa del repertorio: Wake Me Up Before You Go Go... Bien, piensen en la revelación: un inglés que sobrepasa sobradamente los cincuenta atacando por sorpresa a cantar una canción de George Michael y su primo de cuando usaban crema base y vestían shorts ceñidos hasta el dolor en los videos.... Yo, por mi parte, muy profesionalmente, me atreví con el New York Mining Disaster de los Bee Gees o el Vincent (qué sorpresa encontrarse esta canción en un karaoke chino) de Don McLean, antes de que Deborah decidiera soltarse en la intimidad de nuestra sala privada y se atreviera a entonar nada menos que How Deep is Your Love y... Careless Whispers en imprevistos duetos con este que les narra mientras enrojecía (ella) significativamente. Ay, la música que todo lo enternece... Ni qué decir tiene que sólo tras dos horas de mis ruegos enfebrecidos, mientras Albión y China alucinaban con el 'apasionado latino' (y claro, me entraba la risa con la definición), tiempo en el que haciendo uso del microphone intentaba anunciar a 'Grace', la famosa cantante llegada desde un cabaret de Shanghai, que esta se decidió a coger el micrófono y dejarnos pasmados con un chorro de voz impensable en tan pequeño cuerpo, oigan. Con una canción en chino, claro está. Ella misma le quitó importancia al asunto, diciendo que simplemente tenía más práctica (¡fíjate!). El caso es que cuando los otros dos chinos cogieron el micrófono, la sensación fue la misma. Claro que a pesar de lo bien que cantan, nada que comparar con mi versión del Material Girl de madonna, cantando en la escala más grave que mis pobres cuerdas vocales permiten. Se reían, los cabrones.

Grace empezó su sutil venganza, comentando entre risas lo que ella ya llama mi nombre chino. Resulta evidente que ni 'Gregorio' ni 'Borge' son palabros pronunciables por una garganta más al norte de los Pirineos. No digamos ya en el lejano oriente, donde les sonaba directamente a marciano. Así que cuando intentaba decirles que me podían llamar 'Goio' (aunque ellos siempre
dirán Mr. Goio, porque no entienden eso del nombre sin el mister), alguien llegó a la conclusión de que eso sonaba muy parecido a 'gao yang', y posteriormente Grace se dedicó a explicárselo a todo el mundo, entre risas despendoladas de todos los chinos que la oían. El caso es que salvo engaño absoluto (como a un chino, que diría el tópico), el dichoso 'gao yang' significa una cosa tal que 'high sun', el sol en lo alto, la luz del mediodía, la estrella que ilumina los días. Con lo bonito que suena, ¿cómo voy a protestar?

Y después del karaoke, cuyo verdadero significado cultural comprendí años más tarde, llegaría la China rural...

Distancia Changsha – Guiyang: 838 km
Viaje realizado en mayo de 2002 (etapa iii de v)

sábado, 13 de noviembre de 2010

El ataque de los estériles

(vía)



Los intrépidos viajeros comenzaron su andadura en la China comunista en la ciudad de Changsha, capital de la provincia de Hunan. Changsha, a una hora y cuarto en avión de Hong Kong, es una de esas pequeñas ciudades de provincias chinas. Sólo tiene cinco millones de habitantes y para el habitante de la pequeña ciudad del norte, es inmensa. Olvidada del tópico bicicletero, todo el mundo se mueve aquí en coche, de modo que la niebla poluta marca la ciudad, conocida además por sus temperaturas como 'el horno de China' (ahí es nada). Ya lo decía la profa: aquí es donde vais a empezar a pagar, con sudor...

Volamos a Changsha de noche, en un avión lleno de parejas americanas. Ruidosas as usual, incluso pelín excitadas, era evidente que no viajaban por negocios. Pero yo me preguntaba curioso cuál era el interés turístico de Changsha. Sólo uno, según las guías: el hecho de que la provincia es lugar de nacimiento del chairman Mao, que nació a unos kilómetros de Changsha y vivió en la ciudad. Debe haber un museo y todo donde la gente aprende que fue un comunista revolucionario venido de las clases altas, que lo suyo no era por pobreza o hambre, sino por teoría (y así propuso cosas como el gran salto adelante, que casi me los mata de hambre a todos). También hay un parque acuático y temático, llamado ‘La ventana del mundo’, donde hay reproducciones de monumentos del mundo. Algunas de tamaño bestial; doy fe, porque esto se encuentra entre el aeropuerto y la ciudad, y desde la ventanita del coche, audaz yo, pregunté extrañado qué coño hacía el campanario de la plaza de San Marcos ahí perdido. Geoff me informó de que incluso tienen una Alhambra en pequeñito. Qué cosas, oigan. ¿Pueden venir estos yanquis amantes de las reproducciones de Las Vegas a seguir viendo cartón piedra hasta acá?. No sé, puede haber americanos bizarros, en todas partes del mundo, pero estos no parecían dotados ni del don de la aventura ni del de los dólares a espuertas, sino más bien de un aura de clase media, perdida ahora en esta esquina del mundo. Sí están dotados, repito, del don del ruido...

En Changsha conocemos a la cuarta persona para este viaje, imprescindible sherpa si uno va a venturarse en la China real. Chino, por supuesto. De los que no sólo habla inglés, sino que además lo entiende -hallelujah!- Y no chino, sino china. De nombre el que sea, pero cambiado a Grace. Muchos chinos se han cambiado dos de sus nombres y adoptado en su lugar un nombre occidental (generalmente anglosajón) para ponerlo en sus tarjetas en sus relaciones con el viento del oeste. Pero no es su nombre real. Esto de los nombres chinos tiene su intríngulis. La mitad de los chinos debe acudir periódicamente a su pitoniso o experto en las artes nigrománticas si las cosas le han ido mal durante el año, y este le puede decir que vaya a la tumba de sus antepasados y oriente la lápida al sur suroeste, o bien que, por ejemplo, se cambie de nombre. De modo que el que el año pasado era Liu Tang Zhang este año puede ser Li Hao Niu. Ahora imaginad el follón en un país de 1300 millones de pollos donde cinco apellidos definen al 30% de la población. Grace supone una revelación, porque es la primera persona que conozco oriunda y residente en Shanghai. Y eso es como que un mito se hace carne, mientras pizcas de celuloide vienen a la memoria. ¿Necesitáis descripción? Bueno, Grace es... china. Es que es otra categoría. Tengo que conocer más para comparar. Eso sí, elegante a su manera. ¿Como salida de un cabaret del opio? Bueno, yo no diría tanto, pero...

Grace no conduce, sino que siempre se busca chóferes. Más tarde entenderé que en China el que conduce ha de ser un profesional. Grace nos aloja en un hotel del centro de la ciudad, un megarrascacielos de cinco estrellas a precio de baratillo gracias a que su empresa tiene enchufe. Es como si aquí empezara el parque temático del occidental protegido en el lejano oriente. 'Chinese, you know, they look after you', me avisa Geoff. A la mañana siguiente, el desayuno se revela, con suspiros de satisfacción, como occidental. Porque los platos chinos que también se sirven en el buffet no invitan a su deglución así en ayunas y sin avisar. Por las ventanas apenas se ven los rascacielos de la zona, envueltos en su niebla sempiterna. Hay tres o cuatro hoteles más para occidentales por acá, todos de lujo. Por las ventanas se ve que en esta ciudad no hay pobreza aparente, al menos en el centro. Aunque se llevan mucho los comercios familiares, abiertos hasta bien entrada la noche, incluso sábados y domingos, la persiana de taller levantada, los artículos a la venta, una cortina en la parte de atrás separando un catre, un baño. Pero no hay gente trasladando enseres o alimentos en cestas, ni cosas así. Veo a algunas de las parejas del avión de anoche desayunando en el hotel y me pregunto por lo raros que siguen siendo los americanos. Al día siguiente, lo entiendo. La mayoría de ellos tienen un niño chino en sus brazos. ¡Han venido a adoptar! ¡¡Y lo hacen en manada!! Qué ricos que son los niños chinos, oigan. Da qué pensar ver a estas parejas yanquis, pesando entre los dos más de doscientos kilos, con sus shorts, algunos con sus madres/suegras, viajando tan lejos a nutrirse del mercado de niños. Aunque al menos uno se siente tentado a perdonar su excitación del avión, sabiendo que el momento de recoger al niño debe ser un esperado punto final a un proceso demasiado largo. Y qué coño, están forrados en comparación, y si pensamos que si son niñas las adoptadas, podrían tener los días contados en este país en que todo el mundo quiere varones.

Changsha es el primer contacto con muchas cosas de la China china. Así, como ciudad origen de Mao, está desprovista de cualquier atisbo de tradición china, incluido que no se ve ni un templo ni un edificio tradicional. Luego se confirma en el resto de la provincia que nadie viste a la manera tradicional, es todo vestimenta occidental, mejor o peor, pero occidental. En los hoteles, los adolescentos y las adolescentas, ellos delgadísimos, ellas pequeñísimas, trabajan embutidos en uniformes de cadenas americanas de hoteles. En la calles, los hombres de negocio visten camisa sin corbata, alguna vez chaqueta, pero siempre tratando de combatir el calor. En los restaurantes el té y la comida son servidos por mujeres jóvenes, vestidas incluso con corbata o con uniformes de cierto aspecto oficial. Y es que en Changsha por fin vamos a comer a lo chino... El principal tópico que he visto cumplido en China es que ciertamente son un poco guarretes comiendo. No es que uno no lo soporte, peor se lleva la tendencia a escupir en mitad de la calle, y, sobre todo, los ruidosos prolegómenos que llevan a la formación del esputo o japo en las vias respiratorias del infractor y que anuncian inexorables la existencia del salivazo contundente y su caída sobre el asfalto, allá donde lo haya. Lo primero es acostumbrarse a los palillos, cosa que no es tan difícil; más difícil es acostumbrarse a tener que ser siempre el primero que los usa, mientras una colección de chinos sentados a tu mesa espera para descojonarse si se te cae todo, o bien se sorprende cuando pasados unos días eres capaz de hacer virguerías cogiendo cacahuetes con los palillos como si hubieras nacido con ellos. Lo guapo es comprobar los diferentes tipos de palillos. Los de restaurantes elegantes son una mierda: pulidos, largos, pesados, todo resbala, y hay que tener unas falanges para aguantarlos que ni el Manostijeras. Pero en otros sitios te los traen naturales, más cortos y ligeros, algunos todavía unidos por la parte superior, de modo que tienes que separar las dos piezas de madera y frotar un palillo contra otro para eliminar las pequeñas astillas. Seguimos con las servilletas, que sólo existen, de nuevo, en la ciudad y en restaurantes elegantes. En el resto, hay que apañárselas con kleenex que ellos mismos dan. Y claro, no son un primor de elegancia al servir el té, sino que en muchas ocasiones la cosa gotea que da gusto, y si te cae algo encima, pues... que debe ser lo normal, oigan. En todos lados, eso sí, tienen toallas húmedas calientes para limpiarse morros, dedos y caras, e hidratarse un poco la piel. Después, se da cuenta uno de que no tiene plato. Todo lo que quiera comerse lo coge uno de la mesa giratoria central donde ponen las fuentes, en las que hay que dejar siempre algo de comida, puesto que lo contrario -que las fuentes se acaben- es inelegante, y como mucho usa un bol con su cuchara o el plato que queda debajo de la tacita de té. La cocina de Hunan es una de las ocho grandes escuelas culinarias de China (la comida china que podamos conocer en occidente es fundamentalmente cantonesa) y es la más picante, con muchos platos preparados con pimientos clasificables por un morrosko como 'de los de verdad, pues, la hostia, joder cómo pica'. Los ingleses, fieras pardas asquerosos currýfilos, disfrutaban más. Lo cual no quiere decir que no haya platos estupendos, que los hay, dulces y de sabores más reconocibles. ¡Incluso tortillas! ¡Y pastelitos!. No hay ensaladas. Toda la verdura está cocida, algunas realmente muy al dente. El arroz casi nunca se sirve al principio, sino al final, a veces preguntan si lo quieres, y si es el de verdad es totalmente blanco. Que sepas que si lo sirven frito o con verduritas es que lo han preparado así en honor al turista. Se sorprenden de que nos guste el arroz. Y no digo nada cuando informo de que en tierras españolas existen múltiples formas de disfrutar del arroz (la palabra paella no les resulta familiar). Pero el caso es que el arroz es simplemente para completar el que te hayas quedado con hambre. Y cuando la comida es completa, siempre sirven un pescado cocinado, muerto y enterito, que es un primor intentar coger pedacitos del mismo con los palillos. Y por lo que cuentan, los chicos se han acostumbrado bastante a cuál puede ser el gusto occidental, preguntan qué quieres tomar y ya no sacan cosas para valientes, al estilo de escorpiones fritos ('like chewing plastic', copyright Geoff), hormigas u otras lindezas. Lo más heavy que vi servido? Apenas unas patas de gallina (ni probar), una sopa de serpiente (rica rica), una tortuga (no me gustó nada por estar llena de huesecillos; los chinos se meten estas cosas a la boca, los trozos de pollo, de serpiente, las gambas enteritas, con sus dientes extraen toda la sustancia, y después escupen los restos en un bol, ahora lo hacen con discreción, en los good old times escupían directamente al suelo...) Aparte del té, que a veces sirven en contacto con las hierbas mismas del que lo extraen, puede uno beber otra cosa. La cerveza es maja. ¿Las marcas más extendidas? Tsing-tao, fabricada siguiendo el método alemán por una brewery instalada en China hace años, Heineken, y... ¡¡¡San Miguel!!! También el vino chino (vino de uvas, entiéndase) es aceptable, aunque caro. El vino de arroz, servido en dedales a beber de un trago, es alcohol a lo burro. Sólo bebimos esto en una ocasión, en la que la pobre Deborah floreció de colores y a poco más se cae de espaldas, entre risas de los comensales. Al final de la comida, casi siempre hay un plato de fruta con sandía fresquita y con más sabor de la que suele haber por nuestros lares. En general lo lleva uno bien, aunque he adelgazado casi tres kilos. También es cierto que esto de picar hace que uno coma menos cuando los sabores no son los suyos, y que el calor ayudaba a la dieta... Por cierto, que China es el país del agua embotellada, que viene muy bien para lavarse los dientes en el hotel, puesto que no se recomienda lavárselos con agua del grifo. Ello me ha llevado a usar Evian para estos menesteres, y, en cierta ocasión, incluso... ¡Perrier! Con sus burbujitas... Oh, mon dieu...

Distancia Hong Kong – Changsha: 831 kms
Viaje realizado en mayo de 2002 (etapa ii de v)

martes, 2 de noviembre de 2010

El puerto de los mil peligros

Llegar a China por Hong Kong es como llegar a China sin llegar a China. Además es como se la define, ‘It is China but it is not China’. Hong Kong mantiene el diseño british: los enchufes son como en Inglaterra, los coches conducen por la izquierda, los cruces recuerdan al Londres de las pintaditas ‘look left’ y ‘look right’, las calles tienen el regusto imperial tan maravilloso (Waterloo Road, Bayswater Road, etc...) y hasta hay autobuses de dos pisos. Y tienen su propia moneda, el dólar de Hong Kong, que vale lo que el yuan, pero es de Hong Kong. Pero que se desengañen los que piensan que crean que pueden desenvolverse sin ningún problema en inglés. No, no. Acá la gente por no hablar no habla chino mandarín, sino cantonés, el idioma en que están rodadas las películas de Hong Kong. Las emiten subtituladas en dos idiomas: mandarín e inglés. Que, al menos para ellos, son un modo efectivo de echar unas risas.

Llegar a Hong Kong ha perdido el encanto de lo narrado por gente aterrizada en este lugar antes de que se abriera el nuevo aeropuerto. Según dicen las lenguas de la experiencia, se aterrizaba entre rascacielos, y mientras tú te agarrabas los machos cuando el jumbo loco se aproximaba a la pista, podías observar cómo los vecinos se preparaban los noodles, el pato lacado o se daban una ducha en uno de esos apartamentos mínimos tipo In the Mood for Love. Ahora no, el aeropuerto de Hong Kong es nuevo y modernísimo, como muchos de China; está en una de las islas de la zona, alejada del centro clásico (downtown de rascacielos apiñados contra los montes) y con un tren express hasta la isla de Hong Kong o la península de Kowloon, enclaves clásicos del lugar. Eso sí, quien reserve hotel, que pida, que ruegue, que exhorte, que le envíen por fax el nombre del mismo hotel escrito en ideogramas chinos. Yo pregunté al taxista por el Hotel Metropole. Y él tan feliz de haberme entendido y yo tan feliz de que esos indeseables que dicen que en Hong Kong no se habla inglés estaban equivocados... hasta que en vez de al Metropole casi me deja en el Marco Polo. Vaaaaaaaale, los nombres se parecen, pero es que el Metropole es
un hotel de tres estrellas muy majete, y el Marco Polo es un cinco estrellas que-te-cagas, el tipo de lugar al que sin duda mi aspecto después de doce horas volando indica que un hombre de mi savoir faire debe alojarse. Afortunadamente, abrí medio ojo antes de bajar, y tuve una discusión de lo más interesante con él en algo definible como chinglés con acento cañí. El pobre hombre leía Metropole como Marco Polo, y no entendía. Finalmente, sagaz él, buscó en su guía, lo encontró en inglés y su traducción a ideogramas, me llevó hasta allí, y me cobró una tercera parte de la carrera. Majo, ¿no? Pues no sé, porque otra característica de los taxis de Hong Kong es que parece que los muchachos tienen un poquito de prisa. Tuvimos que coger varios taxis, y puedo asegurar que los cuerpos de los tres ocupantes del asiento trasero se arrebujaron más de una vez en infinitos arabescos mientras nuestro chino conductor se despendolaba a cienes de kilómetros hora por las curvas de la ciudad encajonada entre agua y montañas, como si de un Han Solo en busca de su princesa senadora se tratara. ¿Cómo? ¿Que qué tres ocupantes? No hay problema, yo se los describo. Mencionemos primero, ladies first, a nuestra querida señorita Deborah, nacida en Manchester, mujer de treinta años y cierta rotundidad, de rasgos bien dibujados, sorprendentemente -considerando su país de origen- guapa, y que, aunque dotada de la especialmente absurda capacidad de las mujeres inglesas por vestirse como si tuvieran veinte años más de su edad, cuando menos no usaba prendas horteras o dignas de un jubileo real. El segundo ocupante, de nombre Geoff, me recuerda siempre a una vieja canción de Bowie, Joe the lion, debido a su apellido, Lyon precisamente. Nada que ver, sin embargo, con el apolíneo rey del glam. Peinado Anasagasti, canas abundantes, sonrisa torcida, piel sonrosaditamente inglesa –es decir, pertinazmente roja-, barriga de cierto volumen, al andar da la sensación de
que en cualquier momento puede derrumbarse y no levantarse. Geoff, a punto de jubilarse, ha viajado durante doce años a China, lo que sin duda ha dejado huella en una especie de pachorra infinita y una admiración confesada y sorprendentemente lúcida por Baloo (recuerden El libro de la selva). El tercer ocupante del taxi: su cronista (-yo mismo-). Con ellos compartiré mis días en tan lejanas tierras. Por supuesto, en los taxis, Deborah siempre se sienta en el medio.

Hong Kong es fea y bizarra. Es como una Chinatown a lo bestia, llena de comercios en las calles y tiendas de lujo en multitud de centros comerciales. Puede recordar algo a algunas de las ciudades británicas coloniales: rascacielos combinados con algún edificio victoriano (aquí muy escasos, apenas el Hotel Península y poco más), como Montreal o Sydney, pero sus rascacielos son más bien feos, no tiene la amplitud de estas ciudades por estar rodeada de montañas, y el tiempo es tropical y bochornoso. Como Hong Kong está históricamente formada por cuatro islas, está toda llenita de transbordadores, lo cual recuerda a Sydney. Pero es realmente complicada para que los peatones la disfruten. Y la atraviesan autopistas. Supongo que habría quedado fatal pedirles a mis acompañantes profesionales que visitáramos una exposición de Giacometti, pero casi habría sido lo mejor. En contrapartida, y en pleno domingo, estuvimos paseando por la ciudad observando cómo las criadas filipinas pasan su día libre sentadas en las aceras, debajo de los pasos a nivel, o protegiéndose del sol con paraguas multiuso, dejando que pasen las horas mientras comen en el suelo, se peinan, o simplemente se miran aburridas unas a otras bajo la calima reinante. Disfrutamos de un paseo en el piso superior de un tranvía, con los productos de los comercios chinos metiéndose casi hasta el hocico. Bueno, la verdad es que en tan sólo tres horas viajamos en metro (modernísimo), transbordador (con pinta de ser de la época de cuando el jubileo, pero el de la reina victoria), tranvía (lentíííííísimo), funicular (acojonantemente empinado), autobús (fresquito fresquito) y taxi (misma tendencia antes explicada). ¡Más medios de transporte que en Amsterdam!. Eso sí, puestos a comer, Hong Kong mantiene restaurantes de las cocinas de todo el mundo. Presumiendo hábilmente que nuestros días venideros iban a ser inundados de los múltiples manjares de las cocinas chinas, decidimos utilizar, todavía, por un día, nuestros amados cuchillo y tenedor. Fue en uno de estos restaurantes cuando mi jet lag se deshizo, mi modorra murió, mi ser vino a la vida, ante un extraño cartel con unas caras conocidas para mí. Y un lenguaje familiar. Sí, un cartel de cine a la salida de un restaurante. En el idioma de Felipe II. Película, con su título: Hong Kong, el puerto de los mil peligros. Starring: Rhonda Fleming. ¿Partenaire?: ese tipo que me sonaba tan familiar, un tal Ronald Reagan. Con semejante panorama, quién no esperaría aventuras exóticas...

Distancia Ripley – Hong Kong: 12.900 kms
Viaje realizado en mayo de 2002 (etapa i de v)