lunes, 27 de junio de 2011

Días de jetlag sin rosas


Alguna inteligencia preclara ha debido decidir que es lógico que los vuelos de Europa a la costa este de China salgan del mediodía de las diferentes ciudades europeas para después de once a trece horas de viaje aterrizar a primera hora de la mañana en su destino. Alguna mente insomne debe pensar que el horario es adecuadísimo para empezar a trabajar después de que llegues allí siendo para ti las dos de la mañana y en general sin haber podido dormir una mierda en el vuelo, por mucho que te imiten una noche a la hora de la siesta, bajando ventanillas, apagando luces, con las frágiles azafatas de Cathay Pacific hablándote bajito como si estuviera todo el mundo durmiendo en vez de ver la peli de turno… Y digo yo… puestos a imitar la noche, ¿¿no sería mejor volar precisamente de noche?? ¿Saliendo a medianoche para que después de una de esas cenas en que deben echar somníferos hasta en los tomates cherry presentes en todo catering que se precie sea verdaderamente efectiva? Pues no. Que hay que llenar doce horas de vuelo. Cuando a uno se le acaban los libros, los periódicos, la conversación con el compañero de viaje (a la sazón, un hombre que sólo habla castellano pero que conseguía comunicarse con todo el mundo mediante el universal lenguaje conocido como ‘onomatopeyas ilimitadas’ acompañado de un sistema para mí indescifrable de signos absolutamente personal e intransferible… de hecho, una parte importante de mi labor en este viaje era servirle de cobertura, no vaya a ser que acabara detenido en alguna aduana por cualquier malentendido inocente, o que su maleta terminara en Timbuktú en lugar de en Hong Kong), cuando uno se cansa de escuchar a Madonna, Franz Ferdinand, Coldplay (joder, cómo es posible que cuanto más los oiga más vulgares me parezcan? Empiezo a odiarles), Bee Gees, Abba, Bach, Mozart y hasta baladas del suicida Leslie Cheung, incluso cuando uno decide en contra de sus criterios ver películas adaptadas a la pantalla del avión interrumpidas cada dos por tres por los avisos de turbulencias sobre los cielos de Irkutsk, entonces se desespera, sabiendo que nada le proporcionará el sueño artificial que necesita para aterrizar, llegar al hotel, comer, y salir pitando a una primera reunión de trabajo… No, no tomo pastillas para dormir, sorry, me niego. Si sacaran unos porritos... Pero claro, according to international regulations smoking is not permitted in this flight…


Superada la madre de todos los coñazos que supuso el vuelo, aterrizados en Hong Kong, pasado el control de inmigración del peculiar pero entrañable enclave del pacífico, tenemos nuestra primera hora gloriosa en el viaje. No está la china que ha venido a buscarnos, que trabaja con nuestros agentes en Hong Kong. Fantástico. Llamo a la oficina: no hay nadie porque son las siete y media, no han empezado. En Mungia son las doce y media de la noche de un domingo, no parece que sea posible que puedan ayudarnos. Llamo al móvil del jefe de dicha compañía. No responde. Todo parece estupendo, le indico a mi colega. Tú no te aterres, aunque no superemos este obstáculo y tengamos que coger esta noche un vuelo de vuelta, yo no dejo que acabes durmiendo en el aeropuerto como si esto fuera una película tonta de Spielberg’. Me pone cara de ajo sin saber que a esas horas mi locuacidad indómita se desborda. Hasta que cuarenta minutos después se me acerca una china y me pregunta si somos españoles. Pues sí, es ella, oyes, mírala que maja. Lleva cuarenta minutos viendo salir gente y resulta que a mí no me ha reconocido de una foto que tenían. Claro, debe ser que todos los occidentales somos iguales, o que he decidido venir hasta acá con cara y cabeza casi totalmente rapados. En vez de traer un papel con el nombre de la compañía o de los viajeros… la semana prometía, sin duda…

22ºC en Hong Kong. Habíamos salido de Amsterdam a 2ºC. Y empezábamos con el arrastre de maletas.

La frontera entre Shenzhen y Hong Kong es curiosa de veras. El gobierno chino y las autoridades de Hong Kong han decidido hacer el trasiego de personas más fácil entre ambas fronteras, pero en lugar de suceder lo habitual, que al llegar a la frontera de un país, un agente de ese país controle tu entrada, primero hay que salir de Hong Kong. Esto se puede hacer mediante control de pasaportes por tren (según me han dicho, que es una práctica que nunca he sufrido pero que me recuerda tanto al cine clásico que deseo sufrirlo), o bien entregando los pasaportes y que te controlen el careto sin salir de tu coche o minicaravan, o bien en autobús. Existe entre las dos fronteras un espacio neutro de unos tres kilómetros, impracticable si no es en algún vehículo o medio de transporte, me imagino que para controlar a las masas pobres chinas que pudieran intentar llegar a Hong Kong ilegalmente, y después hay que pasar la frontera china, un país donde ya no es posible comunicarse con el agente aduanero, y donde hay que rellenar el típico formulario estúpido sobre la gripe aviar que viene a preguntar desde si has comido excrementos de gallinas enfermas a si entras en el país tosiendo. Esto lo recogen unos señores muy graciosos con mascarilla y bata que deben ser unos médicos profesionales de probada experiencia, capaces de diseñar un modo de control tan efectivo como éste para evitar que enfermos de gripe aviar viajen sin control por el mundo. Curiosamente, he visto menos paranoia por la gripe aviar ahora que por el SARS hace dos años, última vez que estuve en el país. En aquel entonces los aeropuertos tenían unas pantallas de infrarrojos muy graciosas en las puertas de salida de los aeropuertos, dispuestas a detectar aumentos corporales de temperatura mediante tonos rojos que se distinguían del verde del mortal sano. Todo esto mientras el personal salía a tropel de la terminal.


 
Recuperado el pasaporte con los sopotocientos sellos y visas entre chinas y jonkonesas, superadas las extrañas pasarelas de la estación terminal de Shenzhen, conseguido contactar el personal que nos esperaba en la frontera china, sudadas ya las camisetas, los jerseys, y los calzoncillos para superar el frío de la mañana holandesa, dormido el ánimo de puritito jetlag, conocemos al muy simpático, guapo y moderno chino que nos va a hacer de chófer estos días. Y lo de moderno –en el vestir- es destacable, puesto que tengo mi teoría sobre la apariencia y atractivo de los chinos, tan diferentes a cada lado de la frontera. En su caravanita nos perderemos en varias ocasiones y viviremos momentos de horror, pérdida y espanto. De momento, con buen tino, nos deposita en el hotel, donde pedimos que nos dejen descansar tres horitas antes de comer –occidental- e ir a trabajar. Mi habitación es enorme, con salón aparte con ordenador conectado a internet a cargo del hotel, y un baño mortecino pero amplio (a mi colega de viaje le pusieron en una en la que la taza del váter estaba dentro de la cortina de la ducha y no había bañera ni ducha como tal; en general estos baños se corresponden con habitaciones para minusválidos, pero no era el caso). El Baolilai Hotel huele como todo hotel chino a paso reciente de la bayeta de amoníaco u otro desinfectante por el suelo. Dispone de personal con escaso inglés pero evidentemente amabilísimo, si bien casi todo son chicas finísimas a punto de romperse por varias partes de su cuerpo si se te ocurre estornudar virilmente a menos de un metro. Ellos, poquitos, apenas llevan maletas a las habitaciones y poco más. Son delgadísimos y altos para ser chinos, pero llevan los gorros sacados del botones sacarino que tanta gracia me siguen haciendo. Los tiempos o la ciudad son distintos: aceptan propinas. Le doy diez yuanes (para conseguirlos me sablearon vilmente dos comisiones en el aeropuerto de Hong Kong, porque pasaron los dólares USA a dólares HK y después a yuanes RMB), que equivale a un euro, y de la sonrisa beatífica que me pone y las tres genuflexiones que me hace casi me da un ataque.

Me conecto a la web. Funciona. Qué bonito hotmail en caracteres chinos. Qué bonito el correo de la empresa en caracteres chinos. En mi estado de vigilia atontada me parece haber algo de justicia poética en que todas las ventanas del correo vengan en chino y tenga que adivinar lo que es ‘enviar’, ‘recibir’, o la ‘libreta de direcciones’.

Me doy una ducha. Me pongo mi pijama de satén, claro está. Me meto a la cama. Estoy agotado. Cojo La felicidad de los ogros, el libro se me cae, me despierto a la hora como si hubiera estado en los pozos del infierno. Son las dos de la tarde, dice el despertador. Tengo que bajar a comer.

También conocemos a nuestro traductor, el señor Yip (escrito así), al que llamamos Alex, que es lo que dice en su tarjeta –siguiendo la tradición de los chinos que trabajan para occidente, que se cambian dos de los nombres por uno occidental-, y que vivió cinco años en Perú. Pero es chino. Eso les ofrece confianza a los chinos, porque habla su idioma, mandarín en este caso. Y es curioso ver a un chino hablar castellano con acento peruano, pero al pobre le debía resultar peor intentar entender a mi querido compañero de viaje cuando le decía para su correspondiente traducción cosas como ‘anchar las espiras del final del sinfín para que el material…’ y acto seguido soltar una onomatopeya de material fluyendo acompasado de movimiento cadencioso del brazo, tipo surfer de Mundaka en pleno éxtasis correolas. El tío, claro está, combinando que se le suponía profesional y que un oriental jamás dice que no, ponía cara de ajo, y traduciría vete a saber lo qué durante el triple de tiempo que duraba la frase en castellano, para al final tener que repreguntar y recurrir a los dibujos, que es lenguaje internacional este de la ingeniería y las matemáticas. Y así sería gran parte de los días, cuando no el señor Alex Yip se dedicaba a sus propios negocios, usando la habitación del hotel o la recepción de la empresa que visitábamos (y que le había contratado como traductor) para recibir y enviar sospechosos paquetes por mensajería, o cuando no se dedicaba a dar indicaciones automovilísticas o temporales de acierto escaso para nuestros estándares.

El caso es que no consigo recordar mucho de la reunión de esa tarde. Sé que nos llevaron a ver la planta (toda una modernidad para lo que es China, en un parque tecnológico moderno dedicado a la ciencia, y con construcción en materiales ligeros y buen aislamiento; fábricas de finalidad similar había visto yo hace años construidas en madera, o en terraplenes para aprovechar la gravedad), y que durante la reunión en la mesa me caía de sueño de manera brutal, con violentos cabezazos sobre mí mismo que debieron dar una fantástica imagen de mi querida empresa. Afortunadamente, la presencia del traductor y el carácter de la reunión no hacían indispensable mi aportación, dotada de un movimiento cerebral de tipo indudablemente diferente al habitual. Creo que me desperté para esbozar una sonrisa porque el ingeniero mecánico se llamaba Ye (míster Ye) y el jefe de producción míster Yu. Y entre Yip, Ye y Yu todo era como de chiste. ¿Lo estaría soñando? Recuerdo que se nos hizo de noche, y que en el área subtropical donde estábamos, al salir, los mosquitos nos rodearon en alegre reunión depredadora y selectiva. El hecho contrastado de que sobre la cabeza de mi compañero y la mía propia se formaran nubes de tan simpáticos y zumbones insectos que sin embargo pasaban soberanamente de los chinos de nuestro alrededor nos hizo pensar. ¿Serían nuestras atractivas colonias occidentales las que atraían a esos sucios mosquitos comunistas y melenudos? ¿Estarían ya los chinos contaminados y al caer el sol se convertirían en inmundos vampiros amarillos dispuestos a quedarse con nuestros apolíneos cuerpos? ¿¿¿O acaso detectaban los muy cabrones las dotadas alopecias con que obsequiamos mi compañero de viaje y yo mismo a la humanidad???


La cena no fue mal, a pesar de un cangrejo picante que parecía haber vivido en un océano de jalapeño. Nos desenvolvemos bien con los chopsticks, los chinos no pueden reírse de nosotros. La comida es suave y recuerda vagamente a la comida cantonesa que normalmente sirven los restaurantes chinos en occidente. Aunque es infinitamente mejor. Pero sin entusiasmos. No hay actividades extraordinarias esta noche, estamos demasiado cansados. Apago la luz a las nueve y media, poniendo el despertador a las siete. A las dos de la mañana me despierto absolutamente despejado. En la HBO, única cadena decente en inglés entre las cincuenta cadenas de televisión que pueden verse, están dando una peli de Van Damme. Cojo mi libro de Pennac. Lo acabo sobre las seis y media de la mañana. Viva la vida, viva el amor.
 
Viaje realizado en febrero de 2006, etapa i de iv
Distancia Bahrein – Shenzhen: 6332 Kms.

domingo, 26 de junio de 2011

China 3. Introducción...



En febrero de 2006 viajé por tercera vez a China, lo que en aquel entonces significaba probablemente que había ido tres veces más a ese país que lo que lo haría el común de los mortales, salvo por el hecho claro de que actualmente el común de los mortales es precisamente chino y ya está en ese país sin necesidad de atravesar frontera alguna, y que el comercio con China se ha desatado tanto que ahora es muy frecuente viajar allí por trabajo o turismo. La cuestión no es que China sea extraña, rara, diferente, surreal, el tipo de sitio que a los occidentales nos parece horrendo y fascinante a la vez. La cuestión es que es así también porque ha emprendido un viaje desbocado hacia una occidentalización que de momento se me antoja imposible o inaprensible, aunque bien pudiera llegar a suceder que al final de ese viaje cambiemos nuestro concepto de occidentalización.

Ahora son episodios olvidados, pero hace más de cinco años la preparación y posibles implicaciones de este viaje, desde su diseño inicial hasta que ese paseo por la China en que mi empresa se establecía se completó, alcanzaron lo peculiar, cuando no estresante. Tal vez por cierta falta de entusiasmo inicial viajaba yo con menos ansias, esperanzas, lo que fuera, que en otras ocasiones. Pero eso da lo mismo en China, que acaba imponiéndose a todo. A tu extraña situación laboral, a tus circunstancias personales, a cualquier cosa. En este viaje viví varios momentos absurdos, estuve a punto de sufrir tres accidentes de tráfico, uno de los cuales hubiera sido de consecuencias serias, vi a los trabajadores chinos de una planta jugarse la vida varias veces, y cometer infinitas infracciones al mínimo sentido común que evitaría accidentes laborales. Sin embargo, estas tres cosas me han pasado siempre en China. Aquella planta de electrolisis en que pisábamos charcos de ácido junto a las conexiones eléctricas de las planchas de deposición de metal. Aquella pata de pollo que vi comerse diligentemente a mi gerente utilizando para ello un guante de plástico de los que usamos aquí en las gasolineras. O mi extensa voz apoderándose de un tremendo Careless Whispers en un karaoke. En fin, aquella vez que nuestro microbús quedó con una rueda fuera de la carretera en un precipicio junto a Zhangjiajie, que constituyó un momento de cierta tensión en mi vida... Ay, aquellos ingleses que me introdujeron por primera vez en Catai, dónde estarán…

Pero este país también cambia, esa velocidad de camión de treinta y siete ejes cargado de plomo pesadito cuesta abajo y sin frenos tiene consecuencias. O tal vez sea el efecto de la ciudad visitada en esta ocasión. Se trata de Shenzhen, una ciudad cuyo crecimiento inmobiliario puede medirse por una densidad de grúas superior al del Madrid preolímpico (aunque el problema de Madrid sea ser siempre preolímpico, ejem), que está en el este, situada junto a Hong Kong y en una de las llamadas zonas económicas libres, esto es, los lugares que Deng Xiaoping se inventó para ir ensayando su sistema de liberalización de la economía camino del capitalismo controlado políticamente. La ciudad es supuestamente rica, claro. Pero, esperen… jo, demos orden al relato, empecemos pues por el principio…