lunes, 25 de julio de 2011

La terminal


 
El último día transcurre con conocimiento de causa. Un pequeño pasar por la fábrica y corregir últimos parámetros de la máquina. Una reunión de logística y compras. Todo va normal. Al mediodía volvemos hacia Hong Kong, tras despedirnos de nuestro traductor, tras despedirnos de nuestro chófer (tan mono…), pasar de nuevo la pesadilla fronteriza de tres autobuses y dos controles policiales más el absurdo de la papeleta en que juras por tu madre que no has fornicado con animales griposos, dejamos las maletas en las oficinas del agente, que las tiene en Wanchai, el megaespectacular distrito financiero repleto de rascacielos, y comemos en un excelente restaurante de comida jonkonesa. La zona invitaría al paseo si no fuera porque Hong Kong no resulta una ciudad agradable para ello:

-       hace un calor del copón, 26 grados en febrero
-       hay un mogollón de gente que lo flipas
-       la ciudad está surcada de autopistas y continuos pasos a nivel que hacen del concepto paseo algo desagradable
-       esto tiene más medios de transporte que Amsterdam, de modo que te puede atropellar un taxi (que para más inri conducen por la izquierda), un tranvía, un autobús, una bici, un funicular y hasta un barco.

Así que nos llevan de compras. Primero un mercado tradicional en la otra esquina de la isla (los taxis son tirados, por cierto) para hacernos con múltiples enseres para regalos. Caemos todos, porque el material tiene muy buena pinta y los precios son asequibles, y encima no hay gente. Después un centro comercial enorme, de lujos medios, donde comprar tecnología en forma de último grito de cámara de fotos (Hong Kong sigue siendo un mercado de prueba, aquí venden las primeras unidades de los productos japoneses y luego deciden si son modelos a vender worldwide), y donde arraso en una librería dado que el precio medio de todos los libros es nueve euros. Acá se descubre bien que los chinos son más guapos en Hong Kong que en Shenzhen, de modo que se puede concluir ineludiblemente que la pobreza no da morbo ni levanta la libido. Nos dejan en la terminal del tren que lleva al aeropuerto. Nos despedimos. Fotos. Besos. Bye bye, Love. Noto que la agente no gusta de la costumbre oscular de los latinos



Por supuesto, Cathay Pacific es incapaz de darnos las tarjetas de embarque de los vuelos en Europa, de modo que habrá que pasar por Iberia en Amsterdam. Claro que Cathay e Iberia pertenecen a Oneworld, vamos todos con tarjetas de puntos iberiaplusquetecagasdeloimportantecomoviajeroqueeres, y el vuelo a Amsterdam incluso tiene código compartido con Iberia. Montamos un pollo, ya teníamos ganas. Claro que no sirve para nada, salvo para enterarnos que el sistema informático de una de las compañías se llama Cupido. La muchacha del mostrador, otra china de aspecto refrágil, no entiende que me ría cuando le digo que ya que no conecta bien le podían cambiar el código a Cupido, ejem. Afortunadamente, decido no facturar. Otros lo hacen, basándose en eso de que se trata del viaje de vuelta y que ya no necesitan nada, y que para qué arrastrar peso…

El viaje es tranquilo, de madrugada, si bien somos evidentemente los cuatro pasajeros más ruidosos de toda la clase. A nosotros nos van a callar, ja. Dormimos bien. Aterrizamos en Amsterdam con adelanto. Una recia nórdica atiende la ventanilla de Iberia con un perfecto castellano. Usa subjuntivos, que ya casi no recuerdo lo que son. El avión a Madrid sale en hora, tenemos tarjetas de embarque. Nos da un plano, aterrizaremos en la nueva terminal. La T4.


Tenemos cincuenta y cinco minutos de tránsito.

En el avión: por megafonía nos dicen que el avión a Bilbao saldrá de la puerta K91, en la T4

En el avión: son incapaces de decirnos si llegaremos a la T4 ó a la T4S. Le informo a la azafata que he leído que si hay que cambiar de edificio aconsejan más de dos horas de tránsito. ‘Ah, ¿sí?’, responde. ‘Pues depende de lo que nos den cuando tomemos tierra, caballero’

En la terminal: llegamos a la puerta K88. Oh, albricias. Aena ha cambiado la gestión de Barajas. ¡¡¡Hacen las cosas con lógica!!! Sólo son tres puertas hasta la nuestra. Y casi habrá que empezar a embarcar ya.

En la puerta: voy a preguntar a las muchachas, que es raro que no esté el vuelo ya en la pantalla. ‘¿Qué vuelo dice, señor?’ ‘El de Bilbao’. ‘Ah. Nosotras no sabemos qué vuelo sale de cada puerta, señor’. ‘Ah, comprendo. Y qué hacéis exactamente?’ ‘Preparativos. Pero nos da igual el vuelo’. ‘¿Y el avión? No está en el finger’. ‘No sé, señor’. ‘¿Y las pantallas de televisión?’ ‘Por allí, señor’. Un gesto indefinido señala a una masa de gente a más de cien metros. Educada la niña, sí. Dejo las maletas junto a mis acompañantes queridos, y allá que me voy.

En la tele: compruebo que el vuelo ha sido cambiado de puerta a falta de treinta minutos no para el embarque, sino para el despegue, que se mantiene en su horario. H35, nueva puerta.

En el otro extremo de la terminal, por supuesto

La T4 no está pensada con lógica si lo que pretende Aena es seguir con su política de cambio de puerta en Barajas. Los aeropuertos actuales construyen sus terminales en forma de estrella, para acercar los medios a los aviones, pero también para facilitar el transporte interno en el edificio. En Barajas no. Se han hecho dos edificios de más de dos kilómetros de longitud. Dos kilómetros a recorrer exhaustos y tras toneladas de viaje encima hasta la nueva puerta… Atropellando viajeros, sacando la lengua, despotricando a grito en cielo del nuevo edificio, del sol que entra por las ventanas recociendo el lugar, de que seguramente no podían haber encontrado una puerta más lejana. Detrás de nosotros, más o menos la mitad de los jubildados del país, también en tránsito desde algún aeropuerto de la costa mediterránea española, perdiendo fuelle de continuo.

En la puerta: el vuelo está anunciado. Pero eso sí, a pesar de ser la terminal con más fingers del país, nos meten en un autobús enjaulados. Fuera hace frío pero sol. En el autobús da la luz y hay calefacción; vamos enlatados y sudando. Tengo la sensación de que mi ropa interior es de esparto.

En el avión: bronca de todos los jubiletas a azafatas y azafatos. No puede reproducirse, su lenguaje supera todas las expectativas de una sociedad moderna y avanzada como la nuestra. Los demás no decimos ni mú. Para qué, nunca seríamos tan contundentes.

En la terminal: me pillo un taxi al momento. Uno de los que ha facturado se pone directamente a la cola de las reclamaciones de Iberia. Efectivamente, el lunes me entero de que el equipaje no llegó.

Y es que se puede ir uno muy muy lejos, pero la vida, ay, la vida sigue igual.

Viaje realizado en febrero de 2006 (etapa iv de iv)

sábado, 9 de julio de 2011

Little China Girl

Consigo dormir estupendamente. Poco, claro está, pero reparador. Las camas del hotel son de los colchones más duros que imaginar se pueda, así que tras los baches continuados del día anterior se agradece sobremanera tener una superficie lisa de la que disfrutar. El trabajo en planta se sucede de manera similar al día anterior. Efectivamente, han dedicado toda la noche a resolver la cuestión ingenieril que no había funcionado. Las pruebas salen bien, aunque con los ya consabidos problemas de comunicación. Mi querido compañero de viaje empieza a agotarse de tener que explicarlo todo tres o cuatro veces. A la paciencia agotada se sume un calor ahora casi severo. Pero para la tarde todo parece funcionar bien a falta de unos cálculos finales, un saber mejor utilizar grandes cargas, unas estimaciones de adiciones. En la reunión general, todo parece ir bien, se llega a acuerdos, se enviarán documentos. Además, allí disponen de otro traductor, un colombiano de nombre Hugo, que habla un castellano e inglés estupendos, cosa que a los chinos no debe gustarles tanto, porque dicen que al no ser chino no les entiende a ellos lo que quieren decir. En fin. Falta una reunión mañana sobre logística y materias primas, y esto se puede dar por avanzadísimo.

Así que el gran jefe chino decide invitarnos a cenar chino de verdad en un restaurante del hotel. Y después, comenta, tendremos actividades culturales. A mí esto, sinceramente, me produce algún escalofrío. Me imagino que se tratará de un karaoke, dadas las tradiciones del país, o de una bolera, agasajo más habitual de lo imaginable por parte de muchos chinos a sus visitantes occidentales. Ambas cosas ya las había practicado, con gran regocijo por parte de mis anfitriones (quienes no eran capaces de reconocer mi falta de habilidad en tales actividades como una graciosa concesión a su hospitalidad), en visitas anteriores a China. La tercera posibilidad podría ser ‘putas’. Los orientales tienen fama de puteros, pero claro, esto de las putas… como que me pilla algo alejado de mi experiencia habitual…


Soy el último en llegar a la cena, debido a ciertos problemas de transporte que sería redundante describir de nuevo, y me alegro de ello porque así me he evitado el pasar por la sección de animales vivos donde los futuros comensales han podido escoger los bichos concretos y específicos que les van a servir. Han escogido al menos un pato (que estaba allí enjaulado con otros seres de su especie) y una serpiente o culebra. Al parecer fue lo único ya que el chino debió empezar a apuntar a un cocodrilo tailandés (a mí esto me suena a especie protegida, pero bueno…) y a unas tortugas, pero los occidentales que asistían al acto, nerviosos por el piar de los pollos y un tanto inquietos por la naturaleza inhabitual del lugar, torcieron el gesto. Que a mí todo esto me dijeron, que no lo viví yo… Lo malo de estas cenas especiales de los chinos es que se sueltan más con la comida, se atreven a las cosas que les gustan más sin obviar nunca que agasajan al visitante, y entonces es cuando se producen hecatombes gastronómicas, hasta el punto de que salvo una berenjena rellena de alto calado gustativo, el resto de cosas fueron algo tremendas, y me quedé a dos velas. Bueno, las sopas también están bien, siempre que no preguntes qué han añadido a ese caldo tan reparador. La serpiente viene cortada en pedazos contraídos y repletos de huesos interminables que los chinos se meten en la boca, sorben y chupetean y luego escupen en su bol (nadie lo hace al suelo, antes era lo acostumbrado). Si yo hago eso me empieza a sangrar la boca por varios puntos por efecto de los huesos asesinos de esta especie y de mi proverbial delicadeza epitelial. Nos sacaron ganso, que estaba como el pato lacado, pero algo más fuerte con una salsa difícil de digerir. Un pescado imposible de ser atrapado con los palillos, además de absolutamente cocido y sin sabor. Claro, venía con un platito de salsa para mojar, pero como se desmigaba todo, aquello acabó como piscina desbordada en colonia de verano, pero con más color. No es que la cosa fuera horrenda, como en Hunan, donde todo se cuece en pimiento picante inhumano. Pero tuve que decir que por favor por favor por favor sacaran algo de arroz, cosa que se puede pedir protocolariamente si es que uno se ha quedado con hambre. Único plato que además puede uno acabar sin tener la amenaza de que saquen mucho más, como con el resto de cosas. Me comí tres boles, vive dios. Se ponen a hablar de preparar comida. El jonkonés dice lo desagradable que le fue cierta ocasión cuando les dieron pato para comer, lo escogieron con sus hijos pequeños delante, y allí mismo el cocinero cogió el pato y le partió el cuello estrellándolo contra el suelo. El yanqui dice que él puede comer de todo menos perro porque probablemente su mujer le mataría si se entera. El jonkonés dice al día siguiente y cuando el yanqui no está que ya le vale a este de meterse con ellos por comer perro y luego dedicarse a bombardear países… cosa que no es que tenga mucho que ver, pero da una idea de lo que piensa de yanquilandia, me temo.

Lo peor parece avecinarse. La actividad cultural. Cambiamos de planta en el hotel. Nos llevan a un local donde nos reciben unas elegantes mujeronas, bien pintaditas y bien guapas, y nos introducen por una serie de pasillos cambiantes. Andan sinuosamente, con su vestido con cola contoneándose cimbreante. En algunas puertas abiertas podemos adivinar salones privados con mucho humo, con televisores…. Ayayayyyy…. Al menos, los pasillos no se van estrechando como si fuera a aparecer Maggie Cheung por una esquina con sus noodles recién comprados, pero la sensación es que quieren recrear esa mítica de los salones de opio de la vieja China. Llegamos a nuestro salón. Somos once personas. Y nos esperan once mujeres…

… para darnos un masaje…

…casto y puro salvo por el hecho de tratarse de una tortura continuada, un vil instrumento de venganza contra occidente, una burrada sádica disfrazada de paraíso muscular. Conste que empecé la actividad cultural con alto entusiasmo, movido por la leyenda que dice que un masaje chino es una experiencia inenarrable que, perdón por el tópico, te deja como nuevo. Lo primero que hacen es remangarte los pantalones, pedirte la bebida (recomiendan té, yo me lo pedí de jazmín, estaba atroz, hórrido y aberrante), y meterte los pies en agua recién dejada de hervir en noséqué alga o similar de color rojo. Entonces empiezan con la espalda. Uno no diría que estas delicadas nínfulas chinas, vestidas de chándal y sin maquillar, pero todas considerablemente guapas y con aspecto de cristal, pudieran desarrollar en sus falangetas semejante efecto pinza, cascanueces, tracción, ventosa, succión, etc… La cotización de mi comportamiento viril en las acciones de mi jefe sufrió un nuevo descenso; no parece un valor que vaya a repuntar. Me hacía un daño del copón, y a mí, que nunca me duele la espalda (cosa que agradezco no sé si a los genes o a la divina providencia, porque la verdad es que la trato fatal, me siento de cualquier manera, y cambio a posturas horribles que cualquiera que me haya acompañado al cine habrá visto con espanto y ganas de darme una colleja como a cualquier teenager que no sabe qué hacer con su cuerpo cambiante, ejem), no me gusta que me hagan daño por mucho que luego me prometan la felicidad máxima. Que no, coño. Que no creo en el s/m, el bondage, ni en la purificación por el dolor, ni en la santificación por el martirio. Que no crecí en el jesuitismo, letxes. Hay que considerar que la muy perra empezó a pasarme la punta de su delicado codo a toda velocidad por la mismísima columna vertebral, convertida así en un mecano sonoro y protestón, y que luego me soltó cuatro no papirotazos sino hostias profundas y directas con el antebrazo en ambos lados del cuello. Bueno, revolvíme en lo que me imagino que debe ser casi una ofensa, meneéme haciendo que mis riñones se negaran a continuar en semejante potro torquemádico, tapéme la cabeza con la toalla porque todos mis queridos compañeros jonkoneses y paisanos se descojonaban de mí a mandíbula batiente y empezaron a hacerme fotos de seis megapíxeles de resolución high tech y last generation, con el saludable objetivo de enseñar a la familia cómo protesta un maricón de España por unos apretones de nada. También hicieron videos, porque les causó paroxismo cuando lo de ‘perrrrrra’ lo dejé de pensar y lo empecé a gritar… Parece que alguien entendió el mensaje, oigan. La sujeto en que había concentrado en el espacio de cinco minutos todo el odio del que soy capaz rebajó su presión. Dejó de usar partes de su cuerpo especialmente desagradables como antebrazos y codos para ser estrellados contra mi débil y por aquel entonces totalmente enrojecido ser, y completó su masaje más suave en la cabeza, brazos, piernas, y finalmente pies, la parte más larga, en la que intentó de nuevo subir la presión, cosa de la que fue disuadida tras un alarido feroz. Se reía la graciosa niña de lo largo de mis pelos de las piernas, y como se aburría se dedicaba a hacerme trencitas la jodida. En general se refocilaban todas ellas del aspecto de los occidentales que allí estábamos, y es que a los chinos les debemos de parecer altamente patéticos. Todo el mundo confesó estar encantado con el masaje. Que les había hecho daño pero que se sentían suaves. A mí no me dolía nada, pero estaba agotado. De allí nos fuimos directamente a dormir.



La maravilla de masaje recibido fue posiblemente una idea poco recomendable para mi musculatura. Tal vez por haber sido una activitas interruptus y no poder completarse el acto con la debida pasión y profesionalidad, en cuanto llegué a la habitación y me puse a doblar sobre la cama las camisas para hacer la maleta para el regreso me dio un cierto dolor en las lumbares que me hizo sentarme. Mira qué bien el puuuuto masaje, oyes. Ya no podré decir que nunca me duele la espalda. Así que decidí consultar el correo electrónico. Al par de minutos me empezaron a doler las cervicales. Bien. De puta madre. Me imagino que el habitual terapeuta alternativo habría dicho que todo eso es por no saber sentarme ni colocarme. Veo que hacer la maleta va a ser largo. Y descubro además que mi necesidad de sueño va a tener una compañía fantástica: una nueva actividad cultural china que desgraciadamente no se desarrolla ni por mi gusto ni en mi habitación, sino, casualmente, en la de al lado. ¡¡¡UNA PARTIDA!!! Sí, señores, la timba se reúne me imagino que ilegalmente para jugarse los yuanes al mahjong o al póker o a lo que sea que juegan el dinero en este apartado rincón del mundo. Oigo a los participantes en tan interesante reunión entrar y salir de la habitación contigua. Reír. Beber. Mira qué bien. Acabo de hacer la maleta y apagar el ordenador entre pinchazos varios. Me meto a la cama. Afortunadamente, no parece dolerme nada más. Pero soy incapaz de dormir con el ruido. Pillo esta vez sí el China Daily. Tras leer en un artículo que España será el país al que los chinos dedicarán el año en 2007 (sangria celebrations, ja, qué gracia), que se celebrará a lo grande con el traslado del Guernica a un museo de Pekín (¿¿¿QUÉ??? ¡¡¡ESTO TENGO QUE LEERLO OTRA VEZ!!! Jaungoikoa! Sí que lo dice, sí, pero… ¡¡¡qué huevos!!!), y una noticia de impacto según la cual Internet en China no tiene más censura que cualquier país occidental (por un momento me entran tentaciones de levantarme e intentar entrar en manpics.com pero desisto ante la posibilidad de que me duela todo el cuerpo y que pueda aparecer la guarda roja en busca del capitalista lujurioso y pervertido en pleno acto onanista que en este caso hubiera sido casi un suicidio por descoyuntamiento autoinducido), me sumerjo en la lectura de un especial de impacto sobre la milenaria amistad entre el Irán de los Ayatollahs y la China de los comunistas con el que ya acabo de alucinar con la prensa del país escrita en inglés. Y ese ruido que no para. Si por lo menos estuvieran follando… Y en recepción que no me entienden una mierda… En fin. Recuerda a los estoicos, Goio. Nada exterior puede contigo. Estás en esta vida para culturizarte, ser un ser más libre. Crees en la condición humana, crees en ti. Sabes leer a Marco Aurelio sin acabar como Hannibal Lecter. Tienes aficiones, pero puedes renunciar a ellas y ser feliz con menos. ¿Qué da la HBO? Bruce Willis soltando mamporros y pisando cristales rotos sin rechistar. ¿No te digo qué buen momento para la ética?



Me pillo Asesinos sin rostro, y me leo 150 páginas de una tacada hasta que a las seis menos diez termina la timba y me duermo en dos patadas. Noventa minutos, pero menos da una piedra. Me despierta el señor Casio y estoy curiosamente lúcido y despierto. Me duele la espalda, pero poco. Viene un día muy largo. De cuarenta horas de duración para ser exactos.

Viaje realizado en febrero de 2006 (etapa iii de iv)

domingo, 3 de julio de 2011

¡Yo sobreviví a San Valentín en China!


El efecto del jet lag sobre mi compañero de viaje ha sido el contrario: consiguió dormirse a las dos, la hora en que yo me despertaba irremediablemente. Qué bonita compenetración. Afortunadamente, el desayuno del hotel puede ser occidental, por lo que acabamos con las existencias de mermeladas, cereales y yogures, con la decidida colaboración del resto de europeos y yanquis que llenan el local. Oh, sí, también podían desayunarse cosas como sushi (pero yo lo del arroz para empezar el día como que no lo veo), congé, pastelitos de gelatina, y otras lindezas que al vapor de las cazuelas del buffet llenaban de característicos aromas la sala hasta convertirla en un lugar de visita pituitariamente diverso.

Hoy el día de trabajo tiene dos características: tenemos que poner a punto la máquina que siguiendo nuestros diseños los ingenieros chinos han construido, y llegan a un hotel de la ciudad dos de los queridos jefes de la empresa, con los cuales hay que cenar esta noche para dar parte del state-of-the-art.

El trabajo en la planta hace de este día el más constructivo de todos, dada la forma entusiasta cuando no suicida del trabajo que realizan un conjunto de personas desbocadas con ganas de darlo todo a la mínima indicación. Desde luego que venían adoctrinados por el gran jefe de la empresa, pero eso de tener a ocho ociosos trabajadores alrededor de ti para que te traigan de todo (agua cada tres horas; una mesa; sillas; calculadoras; whatever…) o hagan de todo es una experiencia nueva. El catálogo de atentados a la prevención de riesgos laborales y al cuidado del medio ambiente (que le convierten a uno en experto en estos temas a pesar de nunca haberse especializado en ellos), la aplicación nula del sentido común a los medios de que ya disponen, y su rápida manera de aprender convierten al día en estimulante, y me hace pensar en que sería altamente constructivo para mucha persona de nuestra empresa, convenientemente funcionarizada en su puesto de trabajo y que tan exigentes son hacia todo lo que no es lo suyo propio, el darse un garbeo por acá y ver otros mundos. ¿Cómo puede entenderse que suban un bidón de 125 kilos por una escalera hacia una plataforma entre tres personas en un área en que disponen de un polipasto? Bueno, pues lo hicieron por primera vez ante nuestros ojos abiertísimos y alucinados.

-          Has visto, Luis, están cachas, eh?
-          Pero si tienen una grúa de 3 toneladas aquí al lado
-          Yo creo que quieren decirnos que aunque no sean de Bilbao centro…


Las reparaciones pequeñas que necesitaba la máquina se hacían al momento con los tíos colgados de cualquier lado, sin arnés alguno, y en posiciones inverosímiles. Cuando no nos hicieron caso respecto a la descarga de los materiales y cayeron los plásticos de recubrimiento de bidones en la misma tolva, un chino tamaño XS y que pesaría unos 40 kilos fue introducido por un compañero agarrado de un brazo dentro de una tolva llena de aluminio fino (sin máscara, claro, yo rezaba porque a nadie le diera por encenderse un pitillo en ese momento) para coger el polietileno en cuestión y dejarlo fuera. A las cinco de la tarde resultó evidente que la reparación grande que necesitaba la máquina era eso, grande. Dudamos que pueda hacerse y de hecho empezamos a ver el viaje como inútil. Decidieron todos ellos quedarse a trabajar a la noche, así por las buenas, a eso de las seis y media de la tarde y sin tenerlo previsto. Claro que ellos viven en unos apartamentos en el mismo recinto de la factoría (que de momento está en medio de la nada; sin duda parece una vida dedicada al trabajo…). Nosotros nos fuimos al hotel. Nos acicalamos para quitarnos las dos toneladas de polvo de encima del cuerpo (el único EPI que nos dieron fue un casco, ni botas ni batas ni gafas), recibimos al yanqui de la empresa colega (ya quisiéramos nosotros que fuera colega siendo yanqui, ejem) que se mete en este negocio con nosotros y a eso de las ocho menos cuarto nuestro alegre chófer nos recoge a los dos y al traductor (que vive en la ciudad y conoce el camino) para llevarnos a cenar en la bonita noche de San Valentín con nuestros nunca lo suficientemente adorados jefes.

Que conoce el camino he dicho, ¿verdad? ¡Un voto de confianza para el señor Yip! No he hablado aún del tráfico en Shenzhen, esperando este momento de gloria. Aunque en la zona hay autopistas de pago por las que no transita absolutamente nadie, de vez en cuando hay que cruzar un distrito, y eso ya es el caos. Avenidas de cinco carriles en cada dirección, en Shenzhen tenemos la modernidad de tener semáforos en los cruces. Aunque eso al peatón autóctono le importa poco. Él, cuando llega al final de la acera, simplemente cruza. No mira a los lados, no. Avanza, y ya pararán o le esquivarán. Como en efecto sucede la mayoría de las veces. De noche es más jodido dada la escasa iluminación, pero también es así. Por las calles circulan motocicletas con tres o cuatro personas subidas al sillín, sin casco evidentemente. Es además destacable la profusión de carros caseros, en los que han acoplado un motor a un eje de ruedas, y a eso le ponen un remolque pequeñín y ya pueden llevar la carga que sea. Peatones, motocicletas y estos carros parecen estar dispensados de la obligatoriedad de ir por su carril y de conducir por la izquierda, ya que aparecen por todos lados, haciendo que el viaje se convierta en un videojuego hecho carne que me río yo de la realidad virtual. Y no nos quejamos: en Changsha, ciudad del interior, además de esto yo recuerdo haber visto agricultores cargados de hortalizas en cuencos y vestidos con gorros chinos que a pie y con esa carga actúan exactamente igual que los peatones; es decir, sin parar, pero además ¡sin ver nunca nada de lo que pasa alrededor! Y en esa ciudad no hay semáforos… Curiosamente, no hay casi bicicletas en Shenzhen, a pesar del renombre chino en ese punto, y de encontrarnos en una ciudad realmente llana. ¿Tal vez el modelo jonkonés se sigue tanto que no hay ni bicis? En Hong Kong puede estar justificado, hay más cuestas que en Arabella. Nuestros queridos guías van avanzando valientemente entre todo este puré de vehículos, por carriles llenos de coches bocineros, totalmente rodeados en ocasiones de hasta seis autobuses y camiones, acelerando a lo bestia en cuanto aparecen tres metros de carretera para que no te cambien de carril o te hagan la habitual incorporación suicida. En una de estas, la incorporación es ejecutada por uno de esos camiones de dimensiones homéricas, que deja la chapa encima de su rueda, de más de un metro de alta, apenas a cinco centímetros de nuestro vehículo, que frena en seco con profusión de movimientos humanos y objetuales dentro de nuestro habitáculo. ¿Acaso una gota de sudor cae por la frente del conductor? Nah. Ni la Sandra Bullock de Speed. Bueno, tampoco transporta a Keanu Reeves, es cierto.


Los guías se pierden. Creo, no estoy seguro porque nunca admiten el haberse perdido, que un total de tres veces. Incluso preguntan en una gasolinera, porque tienen que parar porque se acaba el combustible. Hacemos treinta y cinco kilómetros en dos horas. Pero Alex Yip nunca ha aumentado el tiempo que tardaríamos en llegar al centro de Shenzhen, ciudad en la que, insisto, él vive. No parece entender mis inocentes comentarios tipo… y, claro, por este barrio exactamente no vives, ¿verdad? ó ¿sueles conducir tú mismo por aquí? Mira que yo no podría. Al principio íbamos a tardar 40 minutos. Al cabo de treinta y cinco minutos íbamos a tardar sólo treinta más. Y al cabo de una hora nos faltaban apenas veinte minutos. Cuando dijo que estábamos a cinco minutos me entró la risa, claro. A todo esto mi amado jefe, que pertenece a la categoría de seres que se encolerizan sin sutileza alguna cuando pasan quince minutos de su periodo de salivación y deglución alimentaria, llamaba cada poco para ver (cito) ¿dónde cojones estáis?. Así que combinando que se puso más tranquilo cuando le confirmaron que por ser San Valentín servían cenas hasta tarde (entiéndase, hasta las once) y que se calmó un tanto cuando asustado le dije que a poco más nos dejábamos la vida arrollados por un trailer asesino por cenar con él en noche tan absurda, dejó de llamar…

¿Con qué comparar el centro de esta ciudad nueva?. Dicen que el modelo es Hong Kong, pero lo niego, en Hong Kong todo es infinitamente más apretado y con mucho contraste entre edificio tecnologizado y puta mierda de vivienda tipo pensión de Wong Kar-Wai. Eso sí, a los anuncios fluorescentes de grandes compañías y del propio gobierno chino no parecen acompañar las hordas de peatones consumidores, sino que sólo se ven cochazos yendo y viniendo. Algunos cines, algunos restaurantes, los grandes hoteles de las grandes cadenas haciendo día de la noche, y más que ajetreados compradores de última hora, uno no deja de ver la sempiterna estampa de chinos parados esperando que pase algo o que alguien les diga qué hacer.

La cena de San Valentín transcurre en el restaurante del observatorio del hotel Sunshine, Shenzhenn Downtown. Somos cinco hombres, y tres filipinos cantan boleros con acento de Nat King Cole. Siboney, Quizás quizás quizás… todo es taaan In the mood for love… Los filipinos plastas pasan por cada mesa de parejitas (la mayoría son de occidental con china, cosa que creo desagrada mucho a los chinos, que piensan que los occidentales van a su país a quitarles sus (escasas) mujeres), y cantan un bolero. A nosotros no nos lo hacen, y el jefe se pone celoso. Me dice que me saca a bailar La cucaracha mientras esperamos al segundo plato (la cena es occidental, cojonuda por cierto, salvo la mierda habitual del carísimo vino francés). Le digo que saque a Luis, que yo no bailo con hombres más altos que yo. Hace como que le echa los tejos. Luis le dice al traductor casi a pleno grito que no les haga caso, que todo es cachondeo, que yo no pierdo aceite. Los filipinos fallan un acorde, y el chino le mira con los ojos abiertísimos, evidentemente no entiende ni papa y debe pensar que somos pervertidos como todos los occidentales. A mí me vuelve a entrar la risa y entonces descubro que me he amariconado de manera definitiva, que después de cuatro meses viviendo entre maricas malas mientras organizábamos un festival de cine, viéndolas a diario, ya estoy perdido para la convivencia fuertemente heterosexual y de la Otán. Porque me sale un pero txurri, ay qué cosas le dices, imagino que acompañado de alzamiento del meñique de la mano izquierda, que por la cara de mi interlocutor parece que ha sobrepasado la línea de aceptación habitual de las nunca lo suficientemente ingeniosas bromas homo entre hombres straight con casa, hijos y perro. Afortunadamente, un virulento ya no puede caminar por parte de la singular orquesta nos atrona a todos antes de terminar tan bello tema musical, y se cambia de tema.


Tras la cena, el jefe nos obsequia con una copa en el pub del hotel. Donde cantan tres negras de rasgos achinados. ¿Y qué cantan? Coño, pues boleros con acento de Nat King Cole, ¡¡¡qué va a ser!!! Después se desatan y cantan By the Rivers of Babylon y otras joyas del disco de los setenta, rodeadas de una cascada artificial y algo de decoración china gigakitsch. Se completa el pastiche con sus horrendos bodies de terciopelo rojo y medias de mallas. Bueno, no de mallas, más bien parecen las redes pelágicas que usan al norte de Hendaya. Bailan que hace daño a la vista, afirmo. Yo me siento algo bebido. Pero afortunadamente no hay que cumplir más. Sólo hay que volver a nuestro hotel con nuestro chófer, que parece tan fresco como cuando nos ha recogido a las ocho de la mañana. Para salir del centro, por supuesto se vuelven a equivocar dos veces. Pero como ahora hay menos tráfico, pues sólo tardamos hora y veinte minutos en completar los treinta y cinco kilómetros sin prácticamente un coche alrededor. Abundan los baches en este nuevo camino. No puedo evitar poner algunos sms hasta la piel de toro pidiendo socorro. Y encima me replican que no me meta con las (cito de nuevo) rameras maoístas. ¡Hábrase visto insensibles! Decididamente no hay solución. Al llegar al hotel y meterme a la cama cojo el China Daily que me han dejado en la habitación. Pero me duermo antes. Sólo tenía seis horas para ello, pero son continuadas. Uno tiene la sensación de que la pesadilla ha sido antes de dormir…

Viaje realizado en febrero de 2006 (etapa ii de iv)