jueves, 16 de febrero de 2012

Agua impasible que guarda en su seno las estrellas



Hasta diecisiete metros de profundidad en un pequeño lago entre enormes rocas de piedra bien pueden atesorar leyendas de pasión familiar sobre el agua de su espejo oscuro. Las piedras son hijas de las morrenas, rotas por un glaciar hoy sólo imaginado; son audiencia de águilas y buitres, del eco fantasmagórico de voces y gritos de vivos y muertos. Los árboles crecen sin restricción. Arriba, por encima de las rocas más altas de este circo inesperado, ligeras cascadas anuncian que no le falta agua a la Laguna. Que tampoco le falta a su hermano el Duero.



La Laguna Negra está lejos, aunque nos la han acercado a treinta metros de camino escaso gracias al asfalto que viene con el progreso. Impone el respeto de una soledad majestuosa al turista de zapato y deportiva, que goza de una linda pasarela de madera con promontorios fotográficos. Hay carteles, que todo lo quieren explicar. Que, por ejemplo, la laguna es origen de rutas para montañistas y geólogos, estudiosos de Urbión, amantes del Duero. Que Castilla no es siempre plana, que hay en su periferia picos de altura, que también los han hecho suyos los literatos. Siendo lugar tan hollado, arrebata aún su calma y tranquilidad, su apariencia virgen, su aspecto de invierno continuado del alma. Una lluvia fina que acompañe un paseo melancólico nos hace pensar en los hombres que la pudieran descubrir, cuyo esfuerzo debió ser mayor, sin conocer que tal placer estético les esperaba.



Al bajar se impone, siempre, un silencio. Esta vergüenza al saber que se ha mancillado un paraje sólo para los poetas, los tranquilos, los muertos. Que simplemente hemos satisfecho una curiosidad innecesaria, que un coche nos bajará cómodamente a una civilización de calefacción y luz artificial. Que ya no somos ni viajeros ni poetas. Tal vez esa vergüenza es la misma que ya no abandonaría nunca a los hijos de Alvargonzález al descender y ver el rastro de sangre de su padre muerto por una querencia de campos, y al que “en la laguna sin fondo, que guarda bien los secretos, con una piedra amarrada a los pies, tumba le dieron”.



Crónica publicada en Aux Magazine #38
Viaje realizado en junio de 2009
Distancia Cádiz - Laguna Negra: 935 km.

miércoles, 1 de febrero de 2012

Tacita a tacita…


El viajero no ha lugar a la sorpresa en Cádiz, que cumple con todos los parabienes que sus muchos visitantes siempre proclaman. Humor, clima, historia, luz, tapas, sensualidad, flamenco, Habana y Lisboa, España y América.



Esta isla que sedujo a tanto pueblo antiguo y moderno que aquí se asentó, comerció, saqueó y guerreó, es ahora una península, con un horizonte industrial a un lado, y otro turístico al otro. Aquí los barrios entierran siglos y la brisa eterna permite la vida, una vida recogida y alejada del país. Un istmo denso de vehículos y semáforos la une al continente. Un terreno escaso y una historia que la obligan a la arqueología continuada la vararon en un barroquismo romántico de callejuelas, balcones y torres vigilantes. Las infraestructuras del sur, obligadas a responder a las necesidades del turismo omnipresente, quedan en hoteles modernos y playas blancas y largas que no penetran en la antigua Gadir/Qadis, que reconoce orgullosa –sea en placas oficiales, sea en chirigotas irreverentes- su singularidad lingüística, geográfica, histórica y liberal.

(Una placa que me hizo pensar en los Kaiser Chiefs)

En Cádiz, a las noches y en la misma ciudad, los hombres aprovechan la marea baja para pescar camarones y pescaítos con cedazos mínimos y bolsas de supermercado; vestidos de blanco, sus camisetas brillan fantasmagóricamente en la distancia, desde el paseo marítimo y los chiringuitos gigantescos de la arena.

(hermosa placa firmada por 'el ayuntamiento de 1926'. Una ciudad de nombre curioso, sin duda.)

En Cádiz, al caer la tarde y cuando ya los muros reflejan la luz roja del sol, los bares de tapas (bien clásicas, bien ultramodernas) se llenan, y las placas conmemorativas y las imágenes religiosas presiden el inicio de la noche en las pequeñas plazas que vieron Pepas y libertades.


En Cádiz, de día, los museos y monumentos vacíos se consuelan en la belleza extraída de toda la provincia, en las muñecas títeres hijas de la tradición teatral y carnavalera, o en los oratorios integrados en inmuebles, que bien sirvieron para un recogimiento religioso o una proclama política.

(en el poco visitado museo de la ciudad de Cádiz casi nadie visita los títeres conocidos como las muñecas de la Tía Nórica, muy populares en el Cádiz del siglo veinte hasta los años setenta. Son de gran expresividad y ternura, y están bien expuestos a pesar de su aire apartado -que, por otro lado, se asemeja a un desván de recuerdos olvidados, uno no puede dejar se subrayarle cierta poética al hecho- Un Don Juan títere, con su capa y todo, me gustó mucho, por aquello de que nos lo vendían como espíritu libre y todo eso, pero bien puede decirse que fuera un instrumento de sus pasiones. De su polla, vaya.)

Aunque en Cádiz, siempre, se imponen las callecitas de imposibles rincones perdidos, los balcones de hierro de diseño barroco y engalanados por flores que también decoran los azulejos religiosos de las paredes. Y una presencia, la del mar, lejano tras mil vueltas de esquina y, a la vez, cercano al ser arrastrado por el viento inacabable.



Crónica publicada en Aux Magazine #36, de mayo de 2009
Viaje realizado en agosto de 2008
Distancia Evansville – Cádiz: 6954 km.