sábado, 24 de marzo de 2012

Algo tan del gusto de los anglosajones que no volveré a hacer (y iii)


 - la cena de gala de la semana se celebraba en el Grosvenor House Hotel, como decía en la primera entrega. La cena era de etiqueta, y el protocolo decía que se debía vestir chaqué negro y pajarita. Pero al parecer se daba una opción a segundones, y para adaptarme a ello tuve que comprarme una corbata negra, para lo cual había visitado Zara la semana anterior (¿se les ocurre un sitio con más modelos de corbatas negras? Yo creo que no lo hay). El chaqué lo sustituí por un elegante traje negro entallado de raya diplomática, y con una camisa blanca de gemelos ya iba tan preparado para que me dieran de cenar como para servir las mesas cual funcional camarero pingüino. En el salón en que estábamos habría unas cincuenta mesas de doce a catorce comensales, pero, por lo que me dijeron, la cena en sí suponía más salones con más celebraciones, hasta un total de unas cinco a seis mil personas cenando a la vez en el dichoso hotel, cuyas infraestructuras para esa noche no pretendo imaginar. Estas cenas tan multitudinarias, estos banquetes que van más allá de la más enorme boda que imaginar pudiéramos, no suelen tener unos menús que destacaríamos, pero no recuerdo que fuera nada mal. Estuvimos en una mesa toda (a excepción de una señorita china) hispanoparlante, con españoles, dos de ellos residentes en Londres, otros viajados allí para la ocasión, y sudamericanos (que mantuvieron a M en permanente conversación). Lo más absurdo de la cena tiene lugar al final. Resulta que el acto termina con unos estupendos discursos de un invitado y un mandamás del LME, que durante unos minutos glosan los logros del año, comentan la situación, hacen chistes de hablar en público tan del gusto de los anglosajones, da lo mismo que reciban un Óscar o sean padrinos de boda. Los discursos se proyectan en varias pantallas enormes en cada salón. Bueno, pues la tradición indica que cada comensal de cada mesa debe apostar 20 libras para tratar de adivinar la duración exacta de los discursitos de marras. Suelen ser dos discursos, la apuesta se resuelve por mesa, y el dinero se divide en dos, la mitad del dinero para cada ganador de la duración de cada discurso. Tal vez fuera una vieja táctica para conseguir que la gente estuviera callada durante los discursos, claro. El personal no atendería, pero estaría pendiente del reloj por aquello de llevarse la nada despreciable cantidad de hasta 240 libras en caso de acertar (o acercarse lo más posible) la duración de los dos discursos. Pero ahora resulta un tanto estúpida, sobre todo porque lo importante de la noche, aquello de lo que habla todo el mundo, lo que llena los minutos, es simple y llanamente intentar adivinar quién va a hablar este año, cuánto duraron los discursos el año pasado, si va a tocar que hablen en tu salón o en otro. Un tanto patético, sobre todo cuando hacen cosas como este año, en que hubo… ¡tres discursos! Coño, la china ganó en nuestra mesa, pero que yo sepa todos escribimos dos duraciones de discurso, y no sé yo cómo decidieron repartir la pasta. Ah, como me toque el año que viene (que no vendré) me hago banca y ya veremos quién decide. ¿Los discursos en sí? Pues una sosez, claro. Uno se puso especialmente gracioso, empezó a decir que había problemas con la cotización de los aros de cebolla, luego dijo que los Estados Unidos eran maravillosos y que mentes tan preclaras y democráticas como las de Clinton, Obama y McCain lo demostraban (mientras que en Rusia tienen a… Putin, y en China ni eso), y que el capitalismo no estaba muerto, ni hablar. La gente se reía porque hacía chistes y tal, pero meterse en ferias del metal con chinos y rusos no parece la mejor manera de hacer ni mundo ni negocios. Aunque claro, en nuestro caso, el muy cabrón con lo que se enrolló le dio el triunfo a la china de la mesa, que sonreía feliz con sus sterling pounds frescas en la mano y demostró que con paciencia china sí que se saca dinero de Occidente.

 
- el momento más bizarro de la semana sin duda tuvo lugar en The Sanctuary, nombre de una de las calles cercanas a la abadía de Westminster. Se trata de un patio superviviente del gótico inglés (dense cuenta que el Londres histórico que casi todo el mundo conoce es un Londres del siglo diecinueve, ya que casi todo el resto excepto la Torre y algunos edificios de Westminster ha sido objeto de incendios a tutiplén), con una entrada general, y con entradas particulares a cada casa. Nuestro edificio, lógicamente renovado, tenía cinco plantas pero era bastante angosto. Se trataba de la sede del trader que nos había cursado la amable invitación a la semana. La recepción se desarrollaba en al menos tres de las plantas, y en la primera es donde se iniciaba… con la entrega en mano de un bloody mary por parte de una señorita británica en bikini… La señorita en cuestión formaba parte de un grupo de cinco jovencitas de apenas veinte años y muy pocos kilos (excepto una, del tipo jamona), cada una con un bikini de diferente color, decorado con colgantes de pequeñas orlas y que sobre su muy blanca piel llevaban un collar de inspiración oriental. Era interesante ver cómo las chicas preparaban los bloody mary en cocteleras que meneaban coreografiando sus movimientos mientras las orlas de sus vestimentas escasas hacían frufrú, servían las copas, y posteriormente, introducían un tallo de apio verde, fuerte, consistente y grueso en el cóctel. El apio sirve para rebajar el picante. Debería morderse tras cada sorbo. Ñam. Ñaca. Los prebostes de la empresa, en su gran parte viejos caballeros ingleses que debieron conocer el imperio y hacer la guerra (del catorce), sonreían con cierta delectación, comentaban sutilmente procaces que la crisis también había llegado a las chicas dada la excelente calidad del año pasado, y pretendían ser convincentes cuando con un pequeño gesto de la comisura de los labios insistían susurrantes en que las chicas son las oficinistas habituales. JA JA JA. Muy gracioso todo, oigan, nada salido de lugar, ¿éste es el país de Benny Hill, no?


Luego nos comentaron que las chicas iban vestidas así por ‘culpa’ de la mujer del gerente. Me explico: dicha buena señora debió escandalizarse un año al asistir a tan magno acto y descubrir que las chicas iban tan poco vestidas como ahora, pero en vez de telas usaban pieles. Es decir, cuero. Algo que, como pueden imaginar, es tan del gusto de los anglosajones… Bueno. Hay que pararse un poco a hablar de este gerente, un elegante gentleman que añade al tópico el tener cara de libidinoso (pelo plateado, sonrisa torcida, voz meliflua, piel rosada de cerdo). Este hombre fundó la empresa hace cincuenta años, estuvo a punto de venderla hace tres o cuatro, pero fue afortunado al no encontrar comprador, ya que en los dos últimos años la revalorización extrema del precio del titanio lo hizo de oro. Antes el coche de empresa ya era un Rolls Royce. Ahora simplemente debe ser el mejor modelo. Esta jornada de recepción es para él un bonito baño personal, ya que permite a sus invitados disfrutar del placer de comer en el jardín sus salchichas a la plancha. Perdón por decirlo tan brutamente, pero es literal. Una barata barbacoa instalada bajo una pequeña carpa (llovía) sirve a su propósito: se pone un delantal, corta salchichas por la mitad, deja que se tuesten e incluso que se torrefacten, y acto seguido los invitados cogen un pedazo de ese cerdo, lo amostazan bien, y aseguran degustar la mejor salchicha de su vida. No le vas a quitar la ilusión al abuelo, ¿no? Sería cruel con lo feliz que está ahí con su cerveza caliente mientras gira mecánicamente las salchichas hasta que se ennegrecen en todo su perímetro y longitud: ¡¡bastante fue prohibir el cuero en su fiesta, hijos de puta!! Y mientras, Mary Tudor, madre de los bloody mary, esposa de Felipe II, católica, recatada y fiera, está enterrada unos metros más allá, en la abadía que conseguimos ver por los pequeños ventanales de las oficinas, supongo que retorciéndose cada año un poquito más ante tanta lujuria anglicana culpa de su padre fornicador… El lunch terminaba con un buffet en el quinto piso, donde a pesar de la lluvia casi nos cocemos todos y nos sirven como protagonistas del plato en el cóctel de gambas. Todo transcurre sin más misterio. Las chicas ya no están, nos saluda el hijo del gerente –que, por supuesto, tiene cara de bobo-, M habla con los varios admiradores que tiene en la empresa…

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Ay, qué bonita farsa está del dinero y el poder, y hasta qué fácil es embriagarse con ella, quedar seducido y no salir nunca de la red. No viven mal en este mundo irreal en que sin embargo se vuelven muy lúcidos a la hora de conservarlo. Capitalism is not dead, amigos. Otra cosa es cuánto de vivos estamos quiénes lo sustentamos.

Viaje realizado en octubre de 2008 (etapa iii de iii)

lunes, 19 de marzo de 2012

Algo tan del gusto de los anglosajones que no volveré a hacer (ii de iii)

(decíamos que destacaban los siguientes actos...):

 
- una elegante cena en el restaurante del Hotel Ritz, en Piccadilly, invitados por un suministrador. A eso había que acudir con corbata y traje, y, según dijeron con grata inocencia, confiaban en mí para amenizarles posteriormente la noche. Bajo esos techos pintados con aparentes frescos y la decoración que toda Europa supone a los salones franceses (rococó et rien d’autre), luego se arrepintieron de tal idea. Dicen las lenguas que mientras degustaba mi sopa de alcachofas de Jerusalén (flipenun rato con el origen del nombre, será la última vez que diga que los españoles fueron paletos llamando Brujas a Brugge sin reconocer que chorradas así eran algo generalizado…), y mi barracuda a la plancha –ambos bastante buenos, la verdad-, dichos hombres del metal vieron que M me trataba con demasiada confianza en público, de un modo que seguramente no trataría a otros hombres (a ellos, vamos). Sumado eso a mi soltería y sin más datos ya que una conoce las reglas y en público se comporta, llegaron a una pasmosa conclusión: ‘este es rarito’. Nunca me habían reconocido por la actitud de las mujeres hacia mí, pero para todo hay una primera vez. Cena distendida, por otro lado, con amplias posibilidades de negocio y discusión de nuevos materiales, además de planes para sobrellevar los días siguientes, ya que ellos tenían experiencia en la semana dichosa. Las copas se tomaron en Pigalle, ya en Piccadilly Circus, un local que a pesar de su nombre afrancesado y de tener toda su entrada decorada en paneles y neones rosa no es un hogar de mujeres putas sino un sitio de cenas con música supuestamente tranquila de fondo. Una gorda cantando, vamos. Bueno, tampoco me fijé tanto, gritaba mucho eso sí. Los precios desorbitados, claro está. Completamos la noche en un pub de Leicester Square al ladito de los cines donde se pasean las estrellas cuando estrenan película en Londres. La verdad es que el Soho estaba cerca, pero no me atreví a tanto, demonio.

 
- un lunch informal de Sempra, celebrado con ese estilo tan del gusto de los anglosajones y que siempre me hace pensar que quien los prepara cree que los humanos nacen con más de dos brazos para poder llevar con ellos
(1) la bolsa o cartera de documentos que traigan,
(2) un plato para comer,
(3) un tenedor con el que comer,
(4) una copa que beber,
(5) una servilleta con la que limpiarse, y
(6) una chaqueta que acaba molestando por el calor humano que se desprende en el salón.
La comida además no era gran cosa, con sus canapés de salmón, la ensalada de apio, y el rosbif frío, si bien M y yo nos decidimos por un sushi ligero y varios tipos de queso (excelente) con uvas y galletas de postre. Corría bien todo tipo de licor y champagne. Yo no dejaba de pensar en lo ‘carne de prensa’ que era todo. Sempra pertenecía a un banco a punto de quiebra que había sido intervenido por el gobierno británico el día anterior, que había anunciado la previsible inversión de una pasta inconcebible. Y ahí estábamos varios cientos de personas celebrando con ellos al día siguiente un año de negocios supuestamente prósperos. Un acto preparado hace meses y pagado con anterioridad y blablablá, pero… toda una celebración en un salón neogótico, de elegantes vidrieras, claustro con patio y fuente, cuadros y bustos de señores sabios e importantes, un aire a lugar en que se ha decidido el destino de gentes muy alejadas del imperio. A la salida del salón estaba St. Paul, y algo más allá un triángulo de iglesias con su torre de Hawksmoor anticipando la Torre junto al río y Whitechapel al interior. Por alguna callejuela asomaba el pepino de la City. Había una llovizna y bruma ligeras, de la que rara vez se ve en Londres. Íbamos elegantes. El momento moló.

Viaje realizado en octubre de 2008 (etapa ii de iii)

lunes, 12 de marzo de 2012

Algo tan del gusto de los anglosajones que no volveré a hacer (i/iii)


El London Metal Exchange, LME, es decir, la Bolsa del Metal de Londres organiza anualmente una semana de celebraciones. El organismo en sí acoge una jornada matinal de conferencias variadas, y después, las diferentes empresas con grandes intereses en el negocio de los metales celebran sus propios actos, recepciones, cenas, etc... A esto se suma una cena de gala que las compañías ofrecen conjuntamente el martes de dicha semana. En 2008 la semana coincidió con los días en que el gobierno británico nacionalizó la banca de su país; es decir, Gordon Brown anunció un viernes la nacionalización de, por ejemplo, el Royal Bank of Scotland (RBS), ejecutó esa acción un lunes, y el martes, el RBS a través de su división de commodities, Sempra, organizó y pagó uno de los salones en la cena de gala que antes mencionaba para 700 invitados.


Las llamadas commodities podrían traducirse por mercancías, sin más, y hacen referencia a las grandes cantidades de cobre, aluminio, acero, u otros, que se intercambian bursátilmente, que se suponen tienen un reflejo en la presencia física de los metales en los almacenes del LME, y que se compran o venden sin más consideración. Cuando un cliente te dice que el producto (para él materia prima) que le estás vendiendo es una commodity, en general está despreciando (y puede que sin saberlo ni quererlo) el valor añadido o el componente técnico del mismo. Es decir, subraya que le da lo mismo vender un aluminio de unas características de composición u otras. La forma suele ser más importante: mientras que el lingote cotiza directamente en el LME, el polvo, por ejemplo, tiene un premium, una cantidad por encima de ese valor de cotización, que puede ser de 200 € a 1000 € más por tonelada, dependiendo de que, por ejemplo, contenga una fracción menos o más fina.

Este negocio arrastra por ello a mucha gente que en principio no tiene por qué saber nada de qué coño o para qué demonios sirve el cobre. Sin ir más lejos, en una cena tuve junto a mí a un responsable de commodities del Santander, alguien que nunca habla con cliente final, y que se dedica a… bueno, me lo explicó dos veces y en ninguna de ellas dos le entendí, tal vez porque el chico era críptico, tal vez porque me perdía en sus bonitos ojos oscuros de ejecutivo de treinta años afincado en Boadilla y con aspecto de saberse rey del mundo. A nosotros, no obstante, nos invitó un trader, un comerciante que en el mundo del metal generalmente compra en mercados difíciles (actualmente son de gran valor añadido en China, Rusia, Ucrania, los otros países del antiguo ámbito soviético) y vende en Occidente llevándose una comisión. Normalmente tienen almacenes con materiales en stock (un peligro en estos tiempos de volubilidad bursátil) en los puertos europeos (Rotterdam, claro) que pueden vender con un gran beneficio en situaciones de gran necesidad para el cliente. Uno de nuestros traders de toda la vida, una empresa inglesa con la que apenas trabajamos desde que tenemos contacto directo con proveedores chinos y rusos, nos invitaba continuamente y siempre rechazábamos ir, pero este año fueron muy insistentes; también es cierto que nos visitaron en julio y quedaron encantados del programa sociogastronómico que les montamos a pesar de no haberles comprado sino un único container de veinte toneladas este año. A Londres pues fuimos, coincidiendo todo ello con mi cuadragésimo cumpleaños, sí.


El caso es que el LME celebraba un año de negocios en pleno varapalo financiero, en el que, según nos dijeron, la alegría era menor que otros años, pero no por ello debía dejarse de celebrar un año de trabajo por, para y en la riqueza. Y nuestra pequeña empresa allí que fue, dos personas dos: su humilde narrador, técnico perdido en terrenos financieros, y la directora de compras, a la que llamaremos M (ni es vampiro ni trabaja con Bond, sorry). Nuestra primera sorpresa vino con el modesto alojamiento solicitado en el humilde barrio de Mayfair, junto a Marble Arch y Hyde Park, y cercano del Grosvenor House Hotel, donde se celebraba la cena principal de la semana. El Grosvenor House Hotel resulta ser un lugar prohibitivo (a 320 libras la noche), por lo que recurrimos a un hotel ‘barato’ del mismo barrio, aunque no en primera línea del parque, que ofrecía sus servicios de habitación single por 190 libras la noche. Al llegar no obstante bastante pronto, nos cambiaron las dos habitaciones por un apartamento de lujo por el mismo precio total; se trataba de un sótano en que había dos habitaciones cada uno con su baño y elegante cocina a la que se accede por escaleras descendentes que procedían de un salón de cuarenta metros cuadrados localizado en el basement. Sofás elegantes, muebles clásicos, y sitio para que pudieran bailar, caso de ser necesario, unas diez parejas. Dejaban publicidad de inmobiliarias sobre las mesitas del salón (el millón de libras por apartamento era un precio estándar). El apartamento se encontraba en entrada aparte del hotel, en una elegante casa de las que hacen estilo en Londres. ¿Y por qué hicieron este cambio? ¿Porque llegamos pronto, porque desprendíamos glamour con nuestra mirada, porque quieren en Londres a los españoles más que a los yanquis? Pues ni idea, pero sólo tuvimos tiempo de lamentar el poco tiempo que íbamos a pasar en tamaños aposentos, ya que tras desempacar comenzamos el trajín de taxis y recepciones. Más allá de salones con sus tristes stands de feria, y de alguna que otra recepción sosa en que sólo recogíamos catálogos y bebíamos una copa de champagne, destacan entre tales actos…

(…continuará)

Viaje realizado en octubre de 2008 (etapa i de iii)
Distancia Laguna negra – Londres: 1.516 km