martes, 14 de diciembre de 2010

El campo y el bache

Tres chinos y tres europeos comenzamos nuestro viaje por la China real en el aeropuerto de Tongren (que a pesar del nombre es China y no Noruega), otro edificio nuevecito, en lo que será nuestra residencia móvil durante dos días: un 'mpv'. O al menos creo recordar que lo llamaban mpv en inglés, algo así como las siglas de ‘many people vehicle’, o algo que me sonó tan raro como eso y que veo ahora que olvidé enseguida. Esto viene a ser un minibus, con plaza para trece personas, además de banquitos en la zona del conductor por si hay viajeros extra, pero... sin sitio para el equipaje. Entiéndase que viajábamos gente que estábamos de viaje de diez a quince días, según los casos, con lo que ello significa: maletones de proporciones homéricas, que debieron
almacenarse en la fila final de asientos, ocupando cinco de ellos, y descubriendo, los pobres, el sentido real de la palabra 'bache' y la acción 'saltar'. Conviviremos así con nuestros enseres, alguno de ellos incluso nos amenazó con pegarnos una toñeja. El minibus tiene un aire así como de cosa bastante baqueteada, y con unos diez años desde que su diseño dejara de ser moderno. Eso sí, fundamental: con aire acondicionado, que casi permite pasar por los sitios como si uno visitase las atracciones, tristes en este caso, de un parque temático en el que algunos de los tópicos esperados sí que se cumplen. Fueron 18 horas en dos días, con una noche de hotel en Jishou, un hotel chino de veras, donde no hablan nada de inglés ni aceptan tarjetas, ni ofrecen desayuno occidental.

Las carreteras en la zona que visitamos son un espanto. Son el reino del bache. Es el mundo de la resignación ante el deslome lumbar. De la espera ante las horas interminables para completar unas decenas de kilómetros. El peor de los casos fue entre Huayuan y Zhangjiajie. Ciudades separadas unos 230 kilómetros, cuando ya habíamos recorrido unos 180 de ellos en tres horas
con todos sus baches y alegrías varias, y nos anunciaron que sólo quedaban 48 kilómetros, nos las prometimos muy felices. Pero nadie nos dijo que todo ese tramo estaba en obras y que utilizaban la carretera antigua para el transporte de materiales y todo lo demás que lleva construir carreteras a pico y pala. Fueron 3 horas más. También fueron unos cuantos puntos de dar marcha atrás, mientras algunos precipicios se abrían a los pies (único momento en que Deborah se puso nerviosa, soltando un 'oh, my God!' académico y como muy british; posteriormente Geoff le diría que con el precipicio que era no había motivo a la preocupación, porque habría sido definitivo), y la noche caía sobre el valle. Nuestro conductor era un profesional de tomo y lomo e impertérrito seguía adelante, sólo parando cada hora y media para abrir la puerta y echar un señor japo que yo adivinaba elefantiásico al suelo, o bien cuando los de la construcción de la carretera le decían que parara y le pedían (¿rogaban?, ¿mandaban?) que llevásemos a un chino unos kilómetros más adelante. Y adelantamos autobuses de línea: repletos, con asientos abatibles hasta formar literas, y gente con pinta de haber viajado ya muchos kilómetros. Cuando las cosas se ponían difíciles en algún paso, todos los del autobús sacaban la cabecita por la ventana. Y miraban a los trabajadores en las zanjas de la carretera, que a su vez nos miraban a nosotros y se reían, como diciendo adónde irán estos chorras. Pero no fue apenas nada (¡y el año que viene estará terminada!): el resto de las carreteras tendrán baches, pero son anchas y en general no tienen casi nada de tráfico (lo que siempre hay es gente andando por las carreteras, no sé adónde irán, pero siempre hay alguien andando), excepto el que hay en los pueblos y ciudades, que cuesta mucho cruzar, y no dan sensación de inseguridad, una vez que uno se acostumbra al sistema chino de no señalizar nada salvo con el bocinamen. Y el paisaje... ¡el paisaje es fabuloso! La zona es montañosa, con lo cual los arrozales se organizan en bancales que van subiendo en la montaña, cada uno de ellos más o menos reducido, pero numerosísimos. Toman el agua de los ríos de la zona, que van subiendo a los bancales con molinos de agua de apenas un metro de altura. El arroz estaba de un verde asturiano en día de verano soleado, como el resto del paisaje. Subimos montañas enormes, como las que hay entre Jishou y Huayuan, en cuya inaccesible cima un pequeño templo de un metro cuadrado y una escultura de un hombre recuerdan a los cientos de trabajadores muertos en la construcción de la misma (resulta un tanto terrible la frialdad con la que te lo sueltan...)

El paisanaje, sin embargo, es bastante más triste. Las zonas son bastante pobres y eso se nota, aunque también es cierto que nosotros al menos no vimos hambre ni condiciones penosas o terriblemente insalubres (aunque vete a saber si de noche no saldrán los anofeles locos de los arrozales y se dedicarán a pinchar a todo el mundo). En los arrozales no se ve tanta gente trabajando, pero también es cierto que no es cereal que necesite excesivos cuidados. Para sembrar, usan búfalos, domesticados y algo más pequeños que los que conocemos, que empujan ellos mismos. Por los arcenes andan personas con el típico gorro chino (que no habíamos visto en las ciudades), cestas a la espalda para llevar a los niños, y gente con el palo a la espalda y las cestas colgando, transportando de todo, desde verduras o frutas hasta... piedras. Porque otra cosa que vi en cierta abundancia eran pequeñas canteras. Imagino que como las condiciones de transporte son penosas pero en cada sitio de China se construye mucho, harán todo el esfuerzo por conseguir piedra lo más cerca posible de las construcciones. El hecho de que picar piedra se haga de acuerdo a lo que yo llamaría métodos absolutamente tradicionales puede ser bastante para explicar lo duro del asunto. Había niños trabajando en algunas de ellas, o transportando verduras entre pueblos, por lo que pregunté a la dama de Shanghai cómo eso era posible en China. Y me explicó que en efecto la educación es obligatoria y que el gobierno paga la enseñanza, esto es, el edificio de la escuela y el maestro. Los alumnos -sus familias- tienen que costearse el transporte (que generalmente implica andar mucho), y el material escolar. Simplemente hay gente tan pobre que ni esto se puede pagar y por eso hay muchos niños que no van a la escuela. Dicen que en las ciudades ricas del este, Shanghai, Beijing, Guangzhou (el antiguo Cantón), etc... existen programas en que la gente aporta dinero para pagar lo que llamaron en inglés 'hope schools', que son miles de escuelas en China donde los niños pueden acceder a la educación gracias a ello. Pasamos por una escuela dos veces, la primera vez estaban los niños en el patio, formados en columnas de a dos, cada columna presidida por una bandera roja con las estrellas amarillas. Cantaban. Al volver por la carretera, estaban en el recreo: jugaban al fútbol y correteaban unos detrás de otros. Y también asistimos a la hora de la salida de una escuela en otro pueblo: corrían que se mataban los críos. Y en cuanto a los pueblos... visitamos uno bastante curioso, llamado Phoenix (no hubo manera de que me dijeran un nombre chino de esto), que conservaba muchos edificios tradicionales, y templos y todo, con esos techos con las puntas levantadas (también pregunté por esto: parece que se pretende con ello dar la sensación de que la casa puede volar y así huir del ataque de un dragón). En el río, una barca tradicional china de las que se ve en las pelis. Respuesta a la pregunta: 'turists! probably japanese!'. Otro fue Sangtao, posiblemente el sitio más pobre que vimos, donde vi a mucha gente preparar los noodles y secarlos en barras, dejandolos colgando en la carretera, a las madres jovencísimas ir a por agua a las fuentes públicas, etc... Jishou y Huayuan son sitios más grandes, absolutamente caóticos eso sí, y repletos de gente, con muchas aceras sin asfaltar (bueno, los pueblos están totalmente sin asfaltar). Eso sí, que no se diga que no hay cosas de lo más moderno, como una zapatería descojono que en su cartel de la tienda decía que vendía zapatos ¡con la ISO9002! Comer en Jishou o Huayuan fue algo más valiente que en Changsha o Guiyang, pero aceptable. Curiosamente, casi siempre se come en comedores privados (uno no sabría decir si para agasajarlo más o para ocultarlo del resto de chinos, o para ocultar al resto de chinos de la vista de uno: esto no lo pregunté) que tienen una tele encendida que siempre se deja puesta. Hombre, no es que esté mal de vez en cuando darse la vuelta para echarse unas risas con la típica pelea chorra de peli jonkonesa, pero, vamos, que no sé yo...

Comprenderéis que tantas horas encerrado en vehículos dan para mucho. Ahí descubrí yo la afición de Geoff por El libro de la selva. O tuve que sufrir los embates de Grace empeñada en enseñarme nociones de chino a toda costa y amenazándome con examinarme al día siguiente: xixie (gracias), guo, ni, ta, guoman, niman, taman (yo, tú, él/ella, etc...), o los números hasta ser
capaz de decir 9002… Un sufrimiento con miles de sonidos alrededor de la 's'. Y mira que en euskara disfrutamos mucho con los diferentes sonidos de la s, la z, tx, tz e incluso tt, pero el chino lo supera, porque también la j, y la zh, y la sh, y demás, tienen sonidos similares. Yo es que en viajes tan largos en carretera, sobre todo si no conduzco, sufro mucho y siento irreprimibles deseos de intentar divertirme de alguna manera que no sea sólo dormitar (esto es difícil cuando estás botando de bache en bache). Pero nadie secundaba mis intentos de seguir cantando canciones. Los ingleses no me daban complicidad. Y los chinos hablaban entre ellos y se reían pizpiretos. Mamones.

Y qué hacía yo en esos parajes, ardiendo de interés os preguntaréis. Visitar plantas de producción de metales, que es una cosa que necesitamos en mi empresa. Hablar de cómo son las empresas puede ser otro mundo, aunque por no ser injustos hay que decir que el proceso de producción de la cosa esta es por definición bastante guarrete. Las empresas no están demasiado modernizadas, y los medios de llevar materiales dentro de la planta son de tracción humana. Bidones de cien kilos de peso entre dos personas, hasta llenar vagones con veinte toneladas de material... Tuve una de las visitas más surrealistas que recuerdo nunca a una planta de producción. De noche, cuando sólo algunos procesos químicos seguían en marcha y con poco personal trabajando, sin iluminación, un grupo de unos ocho o diez chinos iluminaban nuestros pasos, el suelo, los bidones de material, las máquinas. Las luces cambiaban de un lado a otro y era difícil enterarse de nada. Casi daba por pensar en una peli de Ridley Scott con tanto foquito cambia que te cambia. Además, si ya en el campo los servicios solían ser 'otra cosa' (en restaurantes no son sino un agujero en una habitación, donde hay un cubo de agua y otro para dejar el papel que pudieras usar puesto que las tuberías no pueden con el papel higiénico, con una habitación abierta al aire libre para el oreo y quién sabe si la inspección visual), en las plantas pudimos ver de esos baños que describen las guías. Apenas un conjunto de agujeros, a metro y medio uno de otro, con un pequeña pared de separación de medio metro de altura entre uno y otro. 'It is ok for the liquid stuff', decía Geoff...

Así que cuando al final de jornadas tan agotadoras de carretera y manta, llegamos en noche del viernes a la ciudad de Zhangjiajie, donde nos esperaba un hotel internacional (¡ja!) y una jornada sabatina de asueto, visita de parque nacional y comienzo del regreso a casa, creí que podría descansar. Pero esto no fue lo que técnicamente hablando sucedió.

Distancia Guiyang – Zhangjiajie: 653 Km.
Viaje realizado en mayo de 2002 (etapa iv de v)

martes, 30 de noviembre de 2010

El dragón del karaoke contraataca


Cuando alguien visita un posible proveedor es bastante probable que el susodicho le agasaje de alguna manera. Cuando eso se une a la aparentemente impagable hospitalidad china, el asunto puede convertirse en un continuo ofrecimiento de actos lúdicos, recital de brindis consecutivos durante las cenas con el consiguiente efecto etílico, intentos de banquetes desaforados, e, incluso, por qué no decirlo, por qué no admitirlo, carrusel de regalos que empequeñecen la maleta del viajero experimentado y sabedor de lo importante que es ahorrar el espacio en sus bultos de viaje. Durante este viaje, los actos lúdicos de relevancia se redujeron a tres. Uno de ellos constituye el último episodio de esta saga, por lo que aún ha de esperar. Otro fue una visita a una bolera china, que es como una bolera americana pero llena de chinos. El material es el mismo, el ruido es el mismo y se hace el gilipollas de igual manera en ambas, por lo que no ha lugar a comentario. Y el tercero fue la afición nacional china: ¡¡¡el karaoke!!! Aqueste invento japonés, cuyo mejor juego de palabras pergeñó ETB hará ya unos años con su verbena móvil por los pueblos de la tierra vasca y el programa llamado Euskaraoke, es la actividad lúdica de más éxito en China, lo cual es todo un mérito, considerando el tradicional (y parece que justificado) poco aprecio chino por las cosas del Japón. Esto tiene una consecuencia fundamental: ¡los chinos cantan estupendamente! Pero tardan en lanzarse, leches.

Durante la semana, la amenaza del karaoke pendía sobre las cabezas de los avezados viajeros. Fue desde el momento en que Deborah admitió que eso del karaoke no le gustaba nada, confesando con un mohín que cuando abría la boca para lanzar lindos gorgoritos sonoros se producía un cerrarse de cielos que ríete tú del Gólgota, y que en consecuencia ella no pensaba cantar, que empezamos a insistir en la posibilidad de ir a un karaoke, con soterrados comentarios a nuestros anfitriones. Que pensando que, evidentemente, nos entretenían en grado sumo, devotos nos condujeron al karaoke de nuestro hotel en Guiyang. ¿Guiyang? ¿Nombre nuevo? Sí, queridos. Una de las cosas que tiene irse a China es que en sólo una semanita los imposibles nombres chinos no te parecen una cosa tan difícil y se distinguen no diré que estupendamente, pero se distinguen. Guiyang es la capital de la provincia de Guizhou, una zona más pobre que Hunan, con un 70% de analfabetos. Su aeropuerto es, sin embargo, el último grito. Allí llegamos en el primer vuelo realmente nacional que hacemos en China. Sin gente de Hong Kong ni americanos. Los chinos siguen todavía disfrutando de la excitación de volar: no dejan una miga del catering, y cuando el avión despega o aterriza se pegan en filas de tres junto a las ventanas, intentando no perderse detalle de la operación, y apretujando, si necesario, al pasajero correspondiente. Y no son unos pocos, no. Lo hacen todos, mecachis. Ni qué decir tiene que el avión no cambia las costumbres gastronómicas, por supuesto. Y que tienen tendencia a llevar todo su equipaje en cabina, envuelto en numerosas bolsas de plástico, cada una de las cuales cumple los requisitos de espacio, pero yo diría que el conjunto de todas más bien no. No sé si tendrán miedo a facturar, cosa que no se debería, porque los chinos tienen una cosa muy buena en su sistema de recogida de equipajes, puesto que comprueban que la maleta que te llevas está marcada con el número que tienes en tu recibo de equipaje que te dan con la tarjeta de emabrque. Una cosa que no he visto en otro sitio y que evidentemente impide los robos de maletas en la misma cinta de equipaje. Eso sí, no sé qué pasará como te equivoques, puesto que el personaje que comprueba las maletas está vestido con los galones del partido.

Guiyang es una ciudad más fresca y me atrevo a decir que más bonita que Changsha, pero por la simple razón de que se ve algo. Además, está entre montañas, en una zona verde que parece chula. En este sitio nos alojamos en una hotel típico: ¡el Holiday Inn! A pesar de la franquicia yanqui, el inglés es sensiblemente peor al de Changsha. Los gorritos de los sacarinos son tan espantosos que inducen a la risa (hago un esfuerzo y me contengo cual periodista en rueda de prensa del presidente del gobierno). El Holiday Inn, evidentemente, dispone de un karaoke, pero en contra de lo esperado, sus salas son privadas. Allí nos reunimos Deborah, Geoff, Grace, dos chinos más (un chino y una china: ¿les he dicho ya que la discriminación sexual aparentemente no existe en el mundo laboral ni en el social? Aunque un día en una comida dos de los anfitriones, chico y chica, montaron un pollo para ver quién pagaba: ganó él), y un servidor. El primer problema es el menú de canciones. Hay así como veinte páginas de canciones chinas y tres de canciones en inglés, y, al parecer, a los chinos en inglés les gusta cantar cosas lentas, melosas y latosísimas tipo When a Man Loves a Woman, Everytime You Go Away, Your Song, o cualquier pieza trufada de almíbar compuesta por Paul McCartney. Así que Geoff, que se las sabe todas y sabía que los chinos esperaran a que nos lanzáramos y si no lo mismo se sentían ofendidos, se arrancó con la pieza más marchosa del repertorio: Wake Me Up Before You Go Go... Bien, piensen en la revelación: un inglés que sobrepasa sobradamente los cincuenta atacando por sorpresa a cantar una canción de George Michael y su primo de cuando usaban crema base y vestían shorts ceñidos hasta el dolor en los videos.... Yo, por mi parte, muy profesionalmente, me atreví con el New York Mining Disaster de los Bee Gees o el Vincent (qué sorpresa encontrarse esta canción en un karaoke chino) de Don McLean, antes de que Deborah decidiera soltarse en la intimidad de nuestra sala privada y se atreviera a entonar nada menos que How Deep is Your Love y... Careless Whispers en imprevistos duetos con este que les narra mientras enrojecía (ella) significativamente. Ay, la música que todo lo enternece... Ni qué decir tiene que sólo tras dos horas de mis ruegos enfebrecidos, mientras Albión y China alucinaban con el 'apasionado latino' (y claro, me entraba la risa con la definición), tiempo en el que haciendo uso del microphone intentaba anunciar a 'Grace', la famosa cantante llegada desde un cabaret de Shanghai, que esta se decidió a coger el micrófono y dejarnos pasmados con un chorro de voz impensable en tan pequeño cuerpo, oigan. Con una canción en chino, claro está. Ella misma le quitó importancia al asunto, diciendo que simplemente tenía más práctica (¡fíjate!). El caso es que cuando los otros dos chinos cogieron el micrófono, la sensación fue la misma. Claro que a pesar de lo bien que cantan, nada que comparar con mi versión del Material Girl de madonna, cantando en la escala más grave que mis pobres cuerdas vocales permiten. Se reían, los cabrones.

Grace empezó su sutil venganza, comentando entre risas lo que ella ya llama mi nombre chino. Resulta evidente que ni 'Gregorio' ni 'Borge' son palabros pronunciables por una garganta más al norte de los Pirineos. No digamos ya en el lejano oriente, donde les sonaba directamente a marciano. Así que cuando intentaba decirles que me podían llamar 'Goio' (aunque ellos siempre
dirán Mr. Goio, porque no entienden eso del nombre sin el mister), alguien llegó a la conclusión de que eso sonaba muy parecido a 'gao yang', y posteriormente Grace se dedicó a explicárselo a todo el mundo, entre risas despendoladas de todos los chinos que la oían. El caso es que salvo engaño absoluto (como a un chino, que diría el tópico), el dichoso 'gao yang' significa una cosa tal que 'high sun', el sol en lo alto, la luz del mediodía, la estrella que ilumina los días. Con lo bonito que suena, ¿cómo voy a protestar?

Y después del karaoke, cuyo verdadero significado cultural comprendí años más tarde, llegaría la China rural...

Distancia Changsha – Guiyang: 838 km
Viaje realizado en mayo de 2002 (etapa iii de v)

sábado, 13 de noviembre de 2010

El ataque de los estériles

(vía)



Los intrépidos viajeros comenzaron su andadura en la China comunista en la ciudad de Changsha, capital de la provincia de Hunan. Changsha, a una hora y cuarto en avión de Hong Kong, es una de esas pequeñas ciudades de provincias chinas. Sólo tiene cinco millones de habitantes y para el habitante de la pequeña ciudad del norte, es inmensa. Olvidada del tópico bicicletero, todo el mundo se mueve aquí en coche, de modo que la niebla poluta marca la ciudad, conocida además por sus temperaturas como 'el horno de China' (ahí es nada). Ya lo decía la profa: aquí es donde vais a empezar a pagar, con sudor...

Volamos a Changsha de noche, en un avión lleno de parejas americanas. Ruidosas as usual, incluso pelín excitadas, era evidente que no viajaban por negocios. Pero yo me preguntaba curioso cuál era el interés turístico de Changsha. Sólo uno, según las guías: el hecho de que la provincia es lugar de nacimiento del chairman Mao, que nació a unos kilómetros de Changsha y vivió en la ciudad. Debe haber un museo y todo donde la gente aprende que fue un comunista revolucionario venido de las clases altas, que lo suyo no era por pobreza o hambre, sino por teoría (y así propuso cosas como el gran salto adelante, que casi me los mata de hambre a todos). También hay un parque acuático y temático, llamado ‘La ventana del mundo’, donde hay reproducciones de monumentos del mundo. Algunas de tamaño bestial; doy fe, porque esto se encuentra entre el aeropuerto y la ciudad, y desde la ventanita del coche, audaz yo, pregunté extrañado qué coño hacía el campanario de la plaza de San Marcos ahí perdido. Geoff me informó de que incluso tienen una Alhambra en pequeñito. Qué cosas, oigan. ¿Pueden venir estos yanquis amantes de las reproducciones de Las Vegas a seguir viendo cartón piedra hasta acá?. No sé, puede haber americanos bizarros, en todas partes del mundo, pero estos no parecían dotados ni del don de la aventura ni del de los dólares a espuertas, sino más bien de un aura de clase media, perdida ahora en esta esquina del mundo. Sí están dotados, repito, del don del ruido...

En Changsha conocemos a la cuarta persona para este viaje, imprescindible sherpa si uno va a venturarse en la China real. Chino, por supuesto. De los que no sólo habla inglés, sino que además lo entiende -hallelujah!- Y no chino, sino china. De nombre el que sea, pero cambiado a Grace. Muchos chinos se han cambiado dos de sus nombres y adoptado en su lugar un nombre occidental (generalmente anglosajón) para ponerlo en sus tarjetas en sus relaciones con el viento del oeste. Pero no es su nombre real. Esto de los nombres chinos tiene su intríngulis. La mitad de los chinos debe acudir periódicamente a su pitoniso o experto en las artes nigrománticas si las cosas le han ido mal durante el año, y este le puede decir que vaya a la tumba de sus antepasados y oriente la lápida al sur suroeste, o bien que, por ejemplo, se cambie de nombre. De modo que el que el año pasado era Liu Tang Zhang este año puede ser Li Hao Niu. Ahora imaginad el follón en un país de 1300 millones de pollos donde cinco apellidos definen al 30% de la población. Grace supone una revelación, porque es la primera persona que conozco oriunda y residente en Shanghai. Y eso es como que un mito se hace carne, mientras pizcas de celuloide vienen a la memoria. ¿Necesitáis descripción? Bueno, Grace es... china. Es que es otra categoría. Tengo que conocer más para comparar. Eso sí, elegante a su manera. ¿Como salida de un cabaret del opio? Bueno, yo no diría tanto, pero...

Grace no conduce, sino que siempre se busca chóferes. Más tarde entenderé que en China el que conduce ha de ser un profesional. Grace nos aloja en un hotel del centro de la ciudad, un megarrascacielos de cinco estrellas a precio de baratillo gracias a que su empresa tiene enchufe. Es como si aquí empezara el parque temático del occidental protegido en el lejano oriente. 'Chinese, you know, they look after you', me avisa Geoff. A la mañana siguiente, el desayuno se revela, con suspiros de satisfacción, como occidental. Porque los platos chinos que también se sirven en el buffet no invitan a su deglución así en ayunas y sin avisar. Por las ventanas apenas se ven los rascacielos de la zona, envueltos en su niebla sempiterna. Hay tres o cuatro hoteles más para occidentales por acá, todos de lujo. Por las ventanas se ve que en esta ciudad no hay pobreza aparente, al menos en el centro. Aunque se llevan mucho los comercios familiares, abiertos hasta bien entrada la noche, incluso sábados y domingos, la persiana de taller levantada, los artículos a la venta, una cortina en la parte de atrás separando un catre, un baño. Pero no hay gente trasladando enseres o alimentos en cestas, ni cosas así. Veo a algunas de las parejas del avión de anoche desayunando en el hotel y me pregunto por lo raros que siguen siendo los americanos. Al día siguiente, lo entiendo. La mayoría de ellos tienen un niño chino en sus brazos. ¡Han venido a adoptar! ¡¡Y lo hacen en manada!! Qué ricos que son los niños chinos, oigan. Da qué pensar ver a estas parejas yanquis, pesando entre los dos más de doscientos kilos, con sus shorts, algunos con sus madres/suegras, viajando tan lejos a nutrirse del mercado de niños. Aunque al menos uno se siente tentado a perdonar su excitación del avión, sabiendo que el momento de recoger al niño debe ser un esperado punto final a un proceso demasiado largo. Y qué coño, están forrados en comparación, y si pensamos que si son niñas las adoptadas, podrían tener los días contados en este país en que todo el mundo quiere varones.

Changsha es el primer contacto con muchas cosas de la China china. Así, como ciudad origen de Mao, está desprovista de cualquier atisbo de tradición china, incluido que no se ve ni un templo ni un edificio tradicional. Luego se confirma en el resto de la provincia que nadie viste a la manera tradicional, es todo vestimenta occidental, mejor o peor, pero occidental. En los hoteles, los adolescentos y las adolescentas, ellos delgadísimos, ellas pequeñísimas, trabajan embutidos en uniformes de cadenas americanas de hoteles. En la calles, los hombres de negocio visten camisa sin corbata, alguna vez chaqueta, pero siempre tratando de combatir el calor. En los restaurantes el té y la comida son servidos por mujeres jóvenes, vestidas incluso con corbata o con uniformes de cierto aspecto oficial. Y es que en Changsha por fin vamos a comer a lo chino... El principal tópico que he visto cumplido en China es que ciertamente son un poco guarretes comiendo. No es que uno no lo soporte, peor se lleva la tendencia a escupir en mitad de la calle, y, sobre todo, los ruidosos prolegómenos que llevan a la formación del esputo o japo en las vias respiratorias del infractor y que anuncian inexorables la existencia del salivazo contundente y su caída sobre el asfalto, allá donde lo haya. Lo primero es acostumbrarse a los palillos, cosa que no es tan difícil; más difícil es acostumbrarse a tener que ser siempre el primero que los usa, mientras una colección de chinos sentados a tu mesa espera para descojonarse si se te cae todo, o bien se sorprende cuando pasados unos días eres capaz de hacer virguerías cogiendo cacahuetes con los palillos como si hubieras nacido con ellos. Lo guapo es comprobar los diferentes tipos de palillos. Los de restaurantes elegantes son una mierda: pulidos, largos, pesados, todo resbala, y hay que tener unas falanges para aguantarlos que ni el Manostijeras. Pero en otros sitios te los traen naturales, más cortos y ligeros, algunos todavía unidos por la parte superior, de modo que tienes que separar las dos piezas de madera y frotar un palillo contra otro para eliminar las pequeñas astillas. Seguimos con las servilletas, que sólo existen, de nuevo, en la ciudad y en restaurantes elegantes. En el resto, hay que apañárselas con kleenex que ellos mismos dan. Y claro, no son un primor de elegancia al servir el té, sino que en muchas ocasiones la cosa gotea que da gusto, y si te cae algo encima, pues... que debe ser lo normal, oigan. En todos lados, eso sí, tienen toallas húmedas calientes para limpiarse morros, dedos y caras, e hidratarse un poco la piel. Después, se da cuenta uno de que no tiene plato. Todo lo que quiera comerse lo coge uno de la mesa giratoria central donde ponen las fuentes, en las que hay que dejar siempre algo de comida, puesto que lo contrario -que las fuentes se acaben- es inelegante, y como mucho usa un bol con su cuchara o el plato que queda debajo de la tacita de té. La cocina de Hunan es una de las ocho grandes escuelas culinarias de China (la comida china que podamos conocer en occidente es fundamentalmente cantonesa) y es la más picante, con muchos platos preparados con pimientos clasificables por un morrosko como 'de los de verdad, pues, la hostia, joder cómo pica'. Los ingleses, fieras pardas asquerosos currýfilos, disfrutaban más. Lo cual no quiere decir que no haya platos estupendos, que los hay, dulces y de sabores más reconocibles. ¡Incluso tortillas! ¡Y pastelitos!. No hay ensaladas. Toda la verdura está cocida, algunas realmente muy al dente. El arroz casi nunca se sirve al principio, sino al final, a veces preguntan si lo quieres, y si es el de verdad es totalmente blanco. Que sepas que si lo sirven frito o con verduritas es que lo han preparado así en honor al turista. Se sorprenden de que nos guste el arroz. Y no digo nada cuando informo de que en tierras españolas existen múltiples formas de disfrutar del arroz (la palabra paella no les resulta familiar). Pero el caso es que el arroz es simplemente para completar el que te hayas quedado con hambre. Y cuando la comida es completa, siempre sirven un pescado cocinado, muerto y enterito, que es un primor intentar coger pedacitos del mismo con los palillos. Y por lo que cuentan, los chicos se han acostumbrado bastante a cuál puede ser el gusto occidental, preguntan qué quieres tomar y ya no sacan cosas para valientes, al estilo de escorpiones fritos ('like chewing plastic', copyright Geoff), hormigas u otras lindezas. Lo más heavy que vi servido? Apenas unas patas de gallina (ni probar), una sopa de serpiente (rica rica), una tortuga (no me gustó nada por estar llena de huesecillos; los chinos se meten estas cosas a la boca, los trozos de pollo, de serpiente, las gambas enteritas, con sus dientes extraen toda la sustancia, y después escupen los restos en un bol, ahora lo hacen con discreción, en los good old times escupían directamente al suelo...) Aparte del té, que a veces sirven en contacto con las hierbas mismas del que lo extraen, puede uno beber otra cosa. La cerveza es maja. ¿Las marcas más extendidas? Tsing-tao, fabricada siguiendo el método alemán por una brewery instalada en China hace años, Heineken, y... ¡¡¡San Miguel!!! También el vino chino (vino de uvas, entiéndase) es aceptable, aunque caro. El vino de arroz, servido en dedales a beber de un trago, es alcohol a lo burro. Sólo bebimos esto en una ocasión, en la que la pobre Deborah floreció de colores y a poco más se cae de espaldas, entre risas de los comensales. Al final de la comida, casi siempre hay un plato de fruta con sandía fresquita y con más sabor de la que suele haber por nuestros lares. En general lo lleva uno bien, aunque he adelgazado casi tres kilos. También es cierto que esto de picar hace que uno coma menos cuando los sabores no son los suyos, y que el calor ayudaba a la dieta... Por cierto, que China es el país del agua embotellada, que viene muy bien para lavarse los dientes en el hotel, puesto que no se recomienda lavárselos con agua del grifo. Ello me ha llevado a usar Evian para estos menesteres, y, en cierta ocasión, incluso... ¡Perrier! Con sus burbujitas... Oh, mon dieu...

Distancia Hong Kong – Changsha: 831 kms
Viaje realizado en mayo de 2002 (etapa ii de v)

martes, 2 de noviembre de 2010

El puerto de los mil peligros

Llegar a China por Hong Kong es como llegar a China sin llegar a China. Además es como se la define, ‘It is China but it is not China’. Hong Kong mantiene el diseño british: los enchufes son como en Inglaterra, los coches conducen por la izquierda, los cruces recuerdan al Londres de las pintaditas ‘look left’ y ‘look right’, las calles tienen el regusto imperial tan maravilloso (Waterloo Road, Bayswater Road, etc...) y hasta hay autobuses de dos pisos. Y tienen su propia moneda, el dólar de Hong Kong, que vale lo que el yuan, pero es de Hong Kong. Pero que se desengañen los que piensan que crean que pueden desenvolverse sin ningún problema en inglés. No, no. Acá la gente por no hablar no habla chino mandarín, sino cantonés, el idioma en que están rodadas las películas de Hong Kong. Las emiten subtituladas en dos idiomas: mandarín e inglés. Que, al menos para ellos, son un modo efectivo de echar unas risas.

Llegar a Hong Kong ha perdido el encanto de lo narrado por gente aterrizada en este lugar antes de que se abriera el nuevo aeropuerto. Según dicen las lenguas de la experiencia, se aterrizaba entre rascacielos, y mientras tú te agarrabas los machos cuando el jumbo loco se aproximaba a la pista, podías observar cómo los vecinos se preparaban los noodles, el pato lacado o se daban una ducha en uno de esos apartamentos mínimos tipo In the Mood for Love. Ahora no, el aeropuerto de Hong Kong es nuevo y modernísimo, como muchos de China; está en una de las islas de la zona, alejada del centro clásico (downtown de rascacielos apiñados contra los montes) y con un tren express hasta la isla de Hong Kong o la península de Kowloon, enclaves clásicos del lugar. Eso sí, quien reserve hotel, que pida, que ruegue, que exhorte, que le envíen por fax el nombre del mismo hotel escrito en ideogramas chinos. Yo pregunté al taxista por el Hotel Metropole. Y él tan feliz de haberme entendido y yo tan feliz de que esos indeseables que dicen que en Hong Kong no se habla inglés estaban equivocados... hasta que en vez de al Metropole casi me deja en el Marco Polo. Vaaaaaaaale, los nombres se parecen, pero es que el Metropole es
un hotel de tres estrellas muy majete, y el Marco Polo es un cinco estrellas que-te-cagas, el tipo de lugar al que sin duda mi aspecto después de doce horas volando indica que un hombre de mi savoir faire debe alojarse. Afortunadamente, abrí medio ojo antes de bajar, y tuve una discusión de lo más interesante con él en algo definible como chinglés con acento cañí. El pobre hombre leía Metropole como Marco Polo, y no entendía. Finalmente, sagaz él, buscó en su guía, lo encontró en inglés y su traducción a ideogramas, me llevó hasta allí, y me cobró una tercera parte de la carrera. Majo, ¿no? Pues no sé, porque otra característica de los taxis de Hong Kong es que parece que los muchachos tienen un poquito de prisa. Tuvimos que coger varios taxis, y puedo asegurar que los cuerpos de los tres ocupantes del asiento trasero se arrebujaron más de una vez en infinitos arabescos mientras nuestro chino conductor se despendolaba a cienes de kilómetros hora por las curvas de la ciudad encajonada entre agua y montañas, como si de un Han Solo en busca de su princesa senadora se tratara. ¿Cómo? ¿Que qué tres ocupantes? No hay problema, yo se los describo. Mencionemos primero, ladies first, a nuestra querida señorita Deborah, nacida en Manchester, mujer de treinta años y cierta rotundidad, de rasgos bien dibujados, sorprendentemente -considerando su país de origen- guapa, y que, aunque dotada de la especialmente absurda capacidad de las mujeres inglesas por vestirse como si tuvieran veinte años más de su edad, cuando menos no usaba prendas horteras o dignas de un jubileo real. El segundo ocupante, de nombre Geoff, me recuerda siempre a una vieja canción de Bowie, Joe the lion, debido a su apellido, Lyon precisamente. Nada que ver, sin embargo, con el apolíneo rey del glam. Peinado Anasagasti, canas abundantes, sonrisa torcida, piel sonrosaditamente inglesa –es decir, pertinazmente roja-, barriga de cierto volumen, al andar da la sensación de
que en cualquier momento puede derrumbarse y no levantarse. Geoff, a punto de jubilarse, ha viajado durante doce años a China, lo que sin duda ha dejado huella en una especie de pachorra infinita y una admiración confesada y sorprendentemente lúcida por Baloo (recuerden El libro de la selva). El tercer ocupante del taxi: su cronista (-yo mismo-). Con ellos compartiré mis días en tan lejanas tierras. Por supuesto, en los taxis, Deborah siempre se sienta en el medio.

Hong Kong es fea y bizarra. Es como una Chinatown a lo bestia, llena de comercios en las calles y tiendas de lujo en multitud de centros comerciales. Puede recordar algo a algunas de las ciudades británicas coloniales: rascacielos combinados con algún edificio victoriano (aquí muy escasos, apenas el Hotel Península y poco más), como Montreal o Sydney, pero sus rascacielos son más bien feos, no tiene la amplitud de estas ciudades por estar rodeada de montañas, y el tiempo es tropical y bochornoso. Como Hong Kong está históricamente formada por cuatro islas, está toda llenita de transbordadores, lo cual recuerda a Sydney. Pero es realmente complicada para que los peatones la disfruten. Y la atraviesan autopistas. Supongo que habría quedado fatal pedirles a mis acompañantes profesionales que visitáramos una exposición de Giacometti, pero casi habría sido lo mejor. En contrapartida, y en pleno domingo, estuvimos paseando por la ciudad observando cómo las criadas filipinas pasan su día libre sentadas en las aceras, debajo de los pasos a nivel, o protegiéndose del sol con paraguas multiuso, dejando que pasen las horas mientras comen en el suelo, se peinan, o simplemente se miran aburridas unas a otras bajo la calima reinante. Disfrutamos de un paseo en el piso superior de un tranvía, con los productos de los comercios chinos metiéndose casi hasta el hocico. Bueno, la verdad es que en tan sólo tres horas viajamos en metro (modernísimo), transbordador (con pinta de ser de la época de cuando el jubileo, pero el de la reina victoria), tranvía (lentíííííísimo), funicular (acojonantemente empinado), autobús (fresquito fresquito) y taxi (misma tendencia antes explicada). ¡Más medios de transporte que en Amsterdam!. Eso sí, puestos a comer, Hong Kong mantiene restaurantes de las cocinas de todo el mundo. Presumiendo hábilmente que nuestros días venideros iban a ser inundados de los múltiples manjares de las cocinas chinas, decidimos utilizar, todavía, por un día, nuestros amados cuchillo y tenedor. Fue en uno de estos restaurantes cuando mi jet lag se deshizo, mi modorra murió, mi ser vino a la vida, ante un extraño cartel con unas caras conocidas para mí. Y un lenguaje familiar. Sí, un cartel de cine a la salida de un restaurante. En el idioma de Felipe II. Película, con su título: Hong Kong, el puerto de los mil peligros. Starring: Rhonda Fleming. ¿Partenaire?: ese tipo que me sonaba tan familiar, un tal Ronald Reagan. Con semejante panorama, quién no esperaría aventuras exóticas...

Distancia Ripley – Hong Kong: 12.900 kms
Viaje realizado en mayo de 2002 (etapa i de v)

lunes, 11 de octubre de 2010

Largo es el camino a casa

Una pena tener que volver de San Diego hacia el Este, más que nada por el tercer descoloque horario en apenas ocho días, y porque en destino, Charleston (West Virginia), de nuevo nos esperaban el frío y la nieve. Hacíamos escala en Chicago, donde dos días antes había caído una de las mayores nevadas del país. El downtown de la mejor colección de rascacielos del mundo (emho), también bautizada como la ciudad del dolor de nuca, lucía espléndido mientras en el suelo las quitanieves habían dibujado unos surcos precisos para que coches y aviones hicieran sus cositas, y las orillas del lago Michigan se adivinaban heladitas. Recordaréis que en una crónica anterior comenté que veía yo más tranquilidad respecto a la seguridad en aeropuertos americanos. Error craso, queridos. Fue, efectivamente, suerte o casualidad. Las experiencias con United Airlines entre San Diego y Chicago y la espectacular salida con Delta Airlines desde Charleston hacia Bilbao lo confirman. En San Diego, mientras a nuestros colegas británicos les dejaban pasar sin ningún problema, el 'random security check' había dibujado cuatro hermosas eses en nuestro boarding pass que hizo que todos nuestros orificios corporales fueran investigados en la puerta de embarque ante la atenta mirada del resto de pasajeros. Hasta las grapas de los billetes de avión sonaban para escepticismo del agente de la TSA (Transportation Security Administration). Uno no sabe para qué sirven los esfuerzos de nuestro querido presidente, ya que todo el mundo repetía antes de llegar acá que alguna ventaja tendría que tener ser más bushistas que Bush. Pues no, oigan. Y es que eso de Spain yo creo que les sigue sonando a La Habana, y, claro, eso es algo muy difícil de superar en el imaginario colectivo norteamericano. En fin, no es que fuera novedad. Incluso diría que estaban más amables que el año pasado. La novedad este año era en realidad que revisan también el equipaje de facturación en el momento de conseguir las tarjetas de embarque. Uno ya sabía que lo metían por las maquinitas esas de rayos X que fastidian la película de fotografía y cosas así. Pero es que al parecer esto depende de la compañía aérea en cuestión, con lo cual no sé yo la utilidad real del asunto una vez investigado cómo actúa cada una. Por ejemplo, US Airways dispone de un agente que abre la maleta delante de ti, comprueba que no llevas ántrax o plutonio, la vuelve a cerrar y le pone el candado o la bloquea moviendo el código de numeritos de seguridad o lo que sea. United la pasa por la máquina dichosa, y si ve algo raro (en la mía lo vio, por supuesto), un pollo abre la maleta delante de ti buscando de nuevo el virus del sida en pequeños frasquitos o propaganda talibán. Pero Delta es la más graciosa: Delta no abre la maleta delante de ti, sino que te obliga a dejarla abierta para inspección del gobierno de los EE.UU., que la investigará y cerrará. En Charleston tuvimos pues que dejar la maleta en facturación sin el bloqueo o candado correspondiente para que pasara la inspección. Comimos en el aeropuerto con gran preocupación sopesando que:

a) mal menor: podían hacer que desaparecieran nuestros calzoncillos sucios, y uno no se compra unos calzoncillos cualesquiera para que se los quede cualquier redneck reaccionario de semejante estado entre norte y sur.
b) mal no tan menor: podían dejar la maleta sin cerrar y lista para posible inspección en las escalas de Cincinnati y París, con los consiguientes quebraderos psicológicos sobre los sucedidos posibles para nuestros enseres
c) mal mayor: cualquier desaprensivo podría introducir cualquier cosa en la maleta que supusiera un problema para nuestra querida escala en Cincinnati, París o nuestra llegada a Bilbao si resulta que eres el único pasajero del día al que la Guardia Civil decide abrirle la maleta en las aduanas (una frecuencia mayor nunca ha sido observada por mí en el aeropuerto de Loiu, al menos). Las posibilidades eran: un kilito de polvo blanco, una pistolita, o un portafolio con fotos porno de Michael Jackson.

Les dan clases de seguridad...
Estoy convencido de que tales paranoias fueron también agrandadas por el hecho de tener que comerse la espantosa chicken breast burger con aliño bluecheese del aeropuerto de Charleston. Así que ni cortos ni perezosos y dispuestos a saber con ciencia definitiva si nuestras maletas habían sido realmente bloqueadas acudimos de nuevo a los mostradores de Delta. Los empleados de la compañía nos escucharon y llamaron al responsable de la seguridad, que impasible, aunque con cara de muy pocos amigos, nos tranquilizó en grado sumo diciendo que teníamos la palabra del gobierno de los EE.UU. asegurándonos que las maletas habían sido abiertas, inspeccionadas y cerradas. El hombre no era un armario -hasta yo le habría podido en una lucha sobre el barro- pero tenía una cara de muy mala hostia, ciertamente. Uno tiene que reprimir una sonrisita al oir eso de la palabra del gobierno americano (y morderse la lengua para no soltar un 'remember the Maine'), e incluso decir que las maletas han de pasar por París, donde la palabra del gobierno americano puede no ser válida. Huy, qué rictus más feo... Las maletas, por supuesto, no podían verse de nuevo... En fin, paramos la ofensiva antes de que el siguiente punto fuera pedirle el nombre al susodicho funcionario de la TSA. Las maletas no llegaron con nosotros a bilbao debido a que la conexión de París era megacorta. Al recibirla en casita unas horas más tarde, comprobé que no faltaba nada, que París había puesto nada menos que tres nuevos ribetes de seguridad, que no había nada extra, que todo el material había sido cuidadosamente mirado (todo estaba al revés, el material dentro de carpetas movido, las cosas sacadas de las bolsas que suelo llevar, etc...) y que la TSA había dejado un papel que ahora, colgado de un alfiler, decora la pared de mi escritorio, donde la Transportation Security Administration informa en una ‘notification of baggage inspection’ que me han mirado hasta el último calcetín con el objetivo de protegerme a mí y al resto de pasajeros, sin olvidarse de su publicidad: ‘smart security saves time’... En fin, si a esta desprotección y a esta introducción impune en la intimidad la llaman protección... ay, país de salvajes...


La visita a Charleston y alrededores fue un contacto más real con la verdadera América, la que vi en mi primer y hasta ahora único viaje turístico por el país (hace ya casi ocho años) y no con la de los grandes hoteles y convenciones que he visto después. Cerca de Charleston, en un pueblo llamado Ravenswood, en el medio de la absoluta nada, hay una factoría que una empresa francesa compró a una americana hace ahora cuatro añitos y que son clientes. Los franceses tiene desplazados ahí a un equipo de unas quince personas que imagino que para gran cabreo del personal americano realizan las principales labores de gestión y control de producción. Visto el lugar, no sé si en la empresa francesa se verá el ser trasladado a Ravenswood como un premio o un castigo. El lugar es terrible. Se alojan en un Holiday Inn de carretera en un pueblo llamado Ripley (sí, Ripley, ni idea de implicaciones literariocinematográficas con el mismo) con la única atracción a pie de un restaurante americano (Shoney's) y una cafetería con el irónico nombre de la cadena Subway, y con la desolación de las colinas, las carreteras y los locales alrededor de la misma como única atracción. Al parecer, los fines de semana los gabachos huyen como cosacos en avión hacia New York City, Chicago o Miami, cosa que no es de extrañar. Tuvimos que cenar en el Subway dichoso, con la retahila monótona de trailers pasando por la autopista, porque el otro ya había cerrado para cuando llegamos; un local desangelado con olor a lejía y limpiacristales, al ladito de una gasolinera, y con una colección de seis preadolescentas que yo no sé qué leches hacían a las diez y cuarto de la noche pidiendo la cena en un garito así. Labor, por cierto, en la que tardaron casi media hora de imprecaciones al paciente y maduro señor camarero, a grito en cielo y poniéndose verdes de continuo, ocasionando el consecuente dolor de cabeza a los atónitos espectadores (y de vez en cuando nos dirigía la mirada una nilña de apenas doce años con los ojos pintados en plan vampiresa destrozahombres, me dio una pena inmensa) y generando un comentario espeluznante: uno casi puede entender que en semejante ambiente crezca un sniper (aka francotirador) que atente contra tal vida, tal ambientación, tal paisaje.

Ocurrió donde nunca ocurre nada
Y la verdad, poco se me ocurre qué contar de esta nueva visita al país de las libertades, jojojo. Me miraron como modernito porque quise beber una margarita y convencer a mis acompañantes para comer unos estupendos rollitos de sushi… Tampoco se atrevían a ir a un mexicano estando en San Diego, ay señor señor... Pero, en fin, que he vuelto aliviado del lugar, dado cómo está la situación, el país, y esto del volar. Como siempre me suele pasar tras un viaje de este pelo, encuentro cierto gusto inexplicable en pasear por las calles de una ciudad con aceras, con gente que pasea hasta la noche por las aceras, donde los coches hacen ruido y nos indican que en efecto no son humanos, donde los edificios pueden ser abarcados por la mirada humana, donde no hay que llegar a los cines en coche, donde, incluso, la vida no se entiende como algo bueno sólo si se vive en una cárcel de lujo y seguridad.

Distancia San Diego – Ripley: 3250 Kms
Viaje realizado en marzo de 2003 (etapa iii/iii)

sábado, 25 de septiembre de 2010

En el corazón de la bestia: US San Diego Naval Force


Llegar desde el frío Cincinnati, en pleno marzo, a San Diego, es toda una impresión. No sólo estamos a veinte graditos. Es que luce el sol, desde el avión ya se veía el mar, las colinas con sus casitas, los barcos cruzando la bahía, y desde el aeropuerto se divisan palmeritas, y mucha mayor mezcla de razas que en el waspérrimo Ohio. Uno diría que esto parece Florida, y en efecto no debemos ser los únicos que han pensado en ello. Uno de los mayores atractivos turísticos de San Diego es la isla de Coronado (sí, en efecto, como el apellido de nuestro actor más seducteur) donde se conserva el Hotel del Coronado, al parecer uno de los edificios norteamericanos de madera más grande que se conservan, construido en los años veinte y que sigue en activo -y da unos desayunos de miedo-, y que le sonaría a cualquier mortal. La razón es simple: aquí se rodó ‘Con faldas y a lo loco’, y en verdad es fácil recordar ese ambiente retro sin necesidad de ver las fotos de rodaje de Marilyn Monroe y Jack Lemmon que empapelan algunos escaparates de las tiendas del lugar. Casi podría parecer una construcción fantástica de la Disney, con su color blanco y rojo, su madera, sus almenas, sus pináculos. Siente uno una especial emoción al reconocer las columnas del salón donde dieron pasaporte a Botines, o por donde Tony Curtis corrió subido a sus tacones de músico de la legua. Bueno, algunos raritos, británicos para más señas, piensan que el lugar será recordado por ser donde se conocieron la pareja de hombres más famosa del siglo: Eduardo VIII y Wallis Simpson. Pero dejémosles que piensen a su manera.

Por lo demás, la ciudad no me ha parecido gran cosa. Es sorprendente cómo la venden los americanos y los británicos, pero creo que es por comparación. Siendo las ciudades americanas por lo general un espanto de cemento, tráfico y ruido, lugares sin apenas lugar en la historia y donde todo se diluye en la monotonía de un país construído por igual en casi todas partes -casi como si desde un principio hubieran aplicado los programas de ahorro de costes-, San Diego viene a ser una ciudad media que sin distinguirse tanto frente a las ciudades de interés estratosférico (Chicago, NYC, San Francisco, Nueva Orleans), al menos no es impersonal, se puede pasear, tiene unas playas cercanas estupendas, con una arena finísima y sin polvo, se puede visitar y es, como diría un alcalde en periodo preelectoral, crisol y cruce de culturas. El principal punto de interés de la ciudad sería el Gaslamp Quartier, centro más histórico de la ciudad, que conserva algunos viejos edificios de estilo colonial con sus balcones, su ladrillito, su blanco y azul, y que recuerda en algo, por momentos, al viejo barrio francés de Nueva Orleans. Hay sus tiendas y hoteles y zonas más alternativas y pubs peculiares. Pero es escasito, en realidad. Coincidir ahí con el martes de carnaval y la burda imitación del Mardi Gras de la sucia ciudad del Mississippi casi lo confirma. En Nueva Orleans estuve antes del 11S, es cierto; tal vez allí también pidan ahora identificación para entrar en el recinto ferial, con registro de bolsos y abrigos, después de haber pagado 10 dólares por entrar en calles públicas, sólo para que hordas de adolescentes bebidos arrollen prácticamente a las pocas mujeres que se atreven a levantar sus camisetas, las inunden de fotos, intenten hacerse ver desde las ventanas y los escasos balcones, o bien pasen por tu lado increpándote por hablar en castellano (algo sorprendente: dos negros llegaron a decírnoslo), mientras la policía se aposenta en cada esquina y, mala suerte eso sí en San Diego, cae la lluvia sobre la ciudad. Al jefe le regalaron un collarcito de 'beads' del carnaval, los que regalan los hombres cuando las mujeres enseñan las tetas, una chica cargada de ellos que pasó a su lado. Contento se puso el hombre.


San Diego tiene, además, un muy curioso parque, el Balboa Park, lleno de edificios resultado de alguna exposición que tuvo lugar en la ciudad en los años 10, a medias entre lo colonial y lo barroco, un lugar algo extraño y con encanto, pero al que más vale intentar llegar en coche y no 'dando un paseíto', que puede convertirse en una experiencia algo más pintoresca de lo deseado si no se sabe que hay que cruzar unas cuantas autopistas y ser objeto de las miradas de los jovencitos no se sabe si interesados, bebidos o bromeando del High School de la ciudad. El downtown es bastante pobre, aunque los centros comerciales tienen un curioso gusto por los colores pastel, las pequeñas tiendas pintorescas y los corredores al aire libre. Verdaderamente es este el país de los centros comerciales, ¿será cuestión de tiempo ver algo similar en países donde el tiempo también acompañe, como acá? Otro lugar menos interesante de lo esperado es el 'Old Town', primer asentamiento mexicano, así le dicen, de California. No hubo tiempo para investigar esta zona alejada del centro, con su iglesia de misión española, o sus casas de madera, pero no sé si merece: arrasada por el comercio y el turismo, llena de restaurantes de cocina mexicana para disfrute de los yanquis, es al menos un sitio en el que no tienen reparos en hablarte en español.

Porque esa es otra característica de San Diego: el enorme número de hispanos que se ve por todas partes. Aunque ello no asegura que vayas a practicar con facilidad la lengua de Cervantes. No, para nada. La mayoría de ellos trabaja en la hostelería, en hoteles y restaurantes, también como dependientes de tiendas. Y muchos rechazan hablarte en español incluso cuando en algunos casos les insistes. A veces parece miedo, puesto que el jefe puede estar mirándoles, mientras sirven la mesa o intentan explicarte algo de ese regalito que intentas comprar. Y otras no sabe uno si es que reservan el español para sus relaciones personales o que no encaja hablar en español si se trata de trabajar. Una chica de un restaurante nos indica que 'ustedes los españoles sí que saben hablar el idioma', y cuando uno intenta desmontar semejante chorrada, le sueltan que 'tampoco los americanos saben el inglés bueno, ese lo saben los ingleses', argumento de cierta contundencia pero que no creo aplicable al español. Busco en las librerías, algo pobres y escasas de San Diego, algún estudio sobre spanglish. No existe, no lo encuentran, no saben de qué hablo, y me remiten a una colección interminable de diccionarios de inglés y español. El empleado es de origen hawaiano o polinesio. Pero también hemos encontrado hispanoparlantes en mayor número de lo habitual en la feria que venimos a visitar. Estos, dedicados más a los negocios, no tienen reparos en hablar en español, menos mal. También es lógico, se supone que no viven acá, o si lo hacen no tienen el problema de los anteriores, tal vez ilegales y lógicamente temerosos. Abundaban peruanos, colombianos, mexicanos, argentinos. Tampoco tienen reparo los que trabajan en restaurantes mexicanos: parece parte del encanto el ofrecerte las margaritas -del tamaño de un katxi- 'en sus rocas' (on the rocks = con hielo) y en español. No puedo decir nada del restaurante español de la ciudad, en que no entramos. El 'Café Pacífica', con un banderolo español de impresión en la entrada, dos carteles grandísimos que decían 'Sevilla' y, según nos confirmaron unos clientes franceses que sí fueron, servicio vestido de flamenco. E hispanos se veían muchos en las calles vestiditos de marineritos. Como si esto fuera el NYC de las viejas películas de la IIGM, por ahí se veía a los muchachos marcando todo tipo de musculatura con sus uniformes ceñiditos de la Navy y sus caritas tiznadas recién salidas de la adolescencia pasear por las calles los poderes del ejército escogido por Dios para la última cruzada. ¿Es ironía que ahora sean los hispanos, segunda minoría del país, los que nutran al ejército americano? Me dijeron que Bush, al cepillarse el programa de ayuda a las madres solteras, había conseguido reducir drásticamente el número de niños negros que había nacido en el país en los últimos dos años. Así, instantáneamente. Parece que eso no funciona con los hispanos y su educación católica. Curioso que monten estos señores una guerrita de vez en cuando a la que enviar a los hijos de las minorías o a los pobres del país.


Los marineros en las calles responden a lo que en realidad da importancia actualmente a San Diego: la base naval más importante en el territorio americano del ejército de su majestad el Tío Sam. Mientras estuvimos allí salió el Nimitz de la misma (una enormidad, bien se veía desde el boardwalk deportivo de la ciudad) y al parecer fue la gran atracción turística del día. No lo sabemos seguro, pero teníamos una reunión con los miembros británicos, españoles y americanos de una multinacional, y nos tememos seriamente que los cuarenta minutos de retraso que les costó aparecer a los angloparlantes que debían estar allí se deben a que salieron al puerto a despedir gorrita y banderita en mano al barco. En el paseo marítimo de San Diego una estatua de un soldado abrazado a una chica inmortaliza tales momentos inolvidables. También hay un memorial que recoge los nombres de todos los ‘aircraft carrier’ del país. Luce el sol como en los días de gloria. Una avioneta como las publicitarias que vemos acá en el verano del Mediterráneo reivindicando a Ruiz Mateos expone un mensaje sucinto: 'Free Iraq'. Dos días más tarde sale otro portaaviones que hay en la base, su destino es Corea del Sur. Este despierta menos adhesiones. No ha habido tiempo para disfrutar de las excursiones a esos sitios cercanos a San Diego, como pueden ser La Jolla o Palm Springs, donde se refugian golfistas, cineastas, o simplemente acaudalados. Tampoco pasamos a Tijuana. La verdad es que visto el plan que nos planteaban (cenita con coro de mariachis de fondo), casi es mejor. Que esa no parece la Tijuana canalla de Manu Chao.

Antes de volver a casa todavía nos esperaba una escala en la real America...

Distancia Cincinnati – San Diego: 3490 Kms
Viaje realizado en marzo de 2003 (etapa ii/iii)

martes, 7 de septiembre de 2010

cosas que hacer en cincinnati si estás bajo cero...

...y encerrado en tu hotel


Cincinnati. La mejor imagen nocturna viene de una página de juego: ésta

1.- maldecir a la Guardia Civil: dos jovencísimos guardias civiles (si me hubiera esforzado, creo que podría haber sido su padre) tenían montadito un control en la salida de la autopista hacia el aeropuerto de Bilbao un miércoles a las seis menos veinte de la mañana. Una cola de siete coches, histéricos todos (puesto que no son horas para ir al aeropuerto 'con tiempo por si pasa algo'), tres de ellos taxis. Estoy pues en el séptimo coche, el tercer taxi. No paran a nadie, excepto a mi taxista. Abre el maletero. Al chaval no le gusta lo que ve, así que el pasajero (-moi-) tiene que bajarse y abrir su equipaje sobre el asfalto de la carretera, bajo los focos y atenta mirada del siguiente coche y de otro guardia civil metralleta en ristre, para que el muchacho en cuestión introduzca su mano entre camisas, trajes y calzoncillos primorosamente enfundados mientras pone su barra reflectante amarilla a una distancia de mis ojos que ni el pobre Miguel Strogoff. Del escaso examen realizado no se sacó ninguna conclusión sobre la condición sospechosa del estudiado. No debieron darse cuenta de que llevaba armas de destrucción masiva en mi corbatero, en forma de colores inalcanzables al ojo humano. Abro también el equipaje de mano, por el cierre del portátil: las sospechas se desvanecen, pues llevo dos libros. No necesitan ver más. En fin, que empezábamos bien.

2.- maldecir (aunque no tanto) las medidas de seguridad de los aeropuertos yanquis: un asian-american (juraría que coreano, se llamaba Mr. Kim) era el encargado de vigilar el equipaje de facturación en Newark, el tercer aeropuerto de NYC, al que llegué tras mi conexión via París y un estupendo vuelo en clase b’ness con sus raciones de foie mi-cuit, sus quesos y sus vinos de Burdeos (y un cristo de narices por esa manía que tienen a uno de confundirle hablándole a medias en inglés y francés), y del que quería salir en dirección al frío Pittsburgh. NYC también estaba fresco. Nevado. Gran impresión divisar Manhattan desde lejitos y verle que le falta irremediablemente algo, ese algo en lo que uno se fijó lo primero la primera vez que vio la ciudad. Mr. Kim me hace darle la clave de apertura de mi maleta, que le ha llevado un african-american conmigo al ladito (increíble lo que tienen que gastar en personal). Abre la maleta y al chorra de él no se le ocurre sino elogiar lo organizadito de la misma. Gruño un 'really?' y el tío se desata: que si no sé cuántas maletas tiene que abrir al día, que si la gente es un desastre preparando maletas... estoy por comentarle que a la mía ya le había echado mano la policía de mi país de origen, pero no sé si es bueno bromear con eso. Veo el aeropuerto menos tenso que los que visité el año pasado por estas fechas, pero no digo ni mú. Luego hay que pasar seguridad. Sí, extraer el portátil. Pero no me hicieron encenderlo, y no comprobaron el móvil, y no me registraron enterito. Sólo hubo que quitarse los zapatos. No es mi caso, pero seguro que dadas las condiciones olfativamente expansivas de la parte inferior de las extremidades inferiores de algunos humanos, esta gente sí que ha debido estar 'under attack'.

3.- constatar la buena salud del nacionalismo en países grandes, tal y como lo está en países pequeños: banderas en las puertas de las casas, banderas por todos lados -no es que esto sea nuevo-, pero, coño, que parecen más grandes, no sé si tipo la Plaza de Colón, pero casi. Anuncios en las autopistas: 'United we stand'. Creo que menos que el año pasado. Aunque veo uno peor que todos en la carretera de Pittsburgh a Cincinatti: cartel luminoso que se enciende 'God bless our President Bush'. Uno puede admitir que pidan que les bendiga el país el señor demiurgo todopoderoso, pero que les bendiga al tocino este que ni ganó las elecciones...



Pittsburgh, entre ríos

4.- alucinar con lo poco que se cortan: muchachos y muchachas, que sepais que fuimos superamigos y que la actitud de nuestro amado presidente fue muy positiva, faltaría más, para el comercio, que es lo que importa. A continuación adjunto un párrafo que he tenido que escribir en uno de los informes enviado a mis amados jefes –llamemos UKXXX a una empresa británica-: "Os hago un inciso: tal vez no debiera mencionarlo, pero afectó al desarrollo normal de la visita: Michael cortaba continuamente la conversación introduciendo comentarios sobre la situación política internacional actual. Tuvo para todos: se metió con la mano de obra de los chinos y las zapatillas que hacen para Nike, con los suecos por haber sido neutrales -en la empresa hay actualmente un jefe de compras sueco-, con los alemanes por haber sido nazis, y con los franceses... pues por todo lo que se os ocurra. Comentó lo agradable que fue la visita de Aznar la semana pasada a Bush y lo bien que están ahora los americanos con los españoles. Para rematar, le dijo a Jerry que esperaba que Blair no se echara para atrás, porque tal vez UKXXX no sería bien recibido de nuevo. Casi dio a entender que si tenemos alguna posibilidad es por ser españoles." Y no lo menciono en el dichoso informe, pero el tío despreció cualquier opinión que la gente del espectáculo pudiera tener: 'What the fuck does Susan Sarandon know about oil or terrorism or Iraq? Come on, tell me, does Martin Sheen know more than Condoleeza Rice on this? Is Danny Glover or Tom Cruise -oh, cámon, Tom Cruise, are they even serious about this?- more clever than Colin Powell???' Uno se calla, claro, aunque no puedo dejar de resistirme a un pequeño triunfo moral: decirle que qué bien habla español el presidente Bush, y su hermano no digamos, aunque diga que España es una república. Respuesta: 'ah, but you are a monarchy?' Suspiro, claro. Y sólo se me ocurre replicar que ahora mismo los EE.UU. sólo se llevan bien en Europa con las monarquías y no con las repúblicas. No sólo es flojo, es que además no es del todo cierto, pero los elementos lo desbordan a uno. Después, en la tele, no puede decirse que uno vea eso del antibelicismo de la gente del espectáculo. Me encuentro con Bruce Willis sustituyendo a Dave Letterman en su late show, y con Jay Leno donde siempre (NBC), y ambos hacen todo tipo de chistes sobre Saddam, sus mentiras, y hablan sin reparo de la guerra, los precios de la gasolina y lo que van a subir los empaquetamientos de plástico, mientras que la figura de Bush simplemente no aparece. Y eso que un yanqui me ha llegado a reconocer que Saddam es muy listo, y con una mueca de cierto desagrado, a admitir que está jugando con Bush -obsérvese la consecuencia del silogismo, que nadie explicitó. Sintomático. Asqueado, apago el monitor, pues en la HBO sólo dan ‘Ocean's Eleven’, y uno sufre de ver el talento desperdiciado de Steven Soderbergh. Claro que se forró con ella, eso sí.

5.- aprender cultura india: dicho sea con doble sentido. Por un lado, devorándose en un único día de viaje El Buda de los suburbios, de Hanif Kureishi, una novela en que por momentos incluso se parece a Julian Barnes, y que le salió de lo más divertida: de nuevo jóvenes paquistaníes y sus relaciones con ingleses durante el swinging London, la aparición del punk, etc... (acabado ya, ahora le estoy dando a mi primer Luis Landero, Los juegos de la edad tardía). Y por otra, preguntarme, en las carreteras de Ohio con reservas indias, si los indios seneca se llaman así en relación al estoico cordobés. Le hago la pregunta a mi querido agente que me lleva de viaje por estas tierras, y por supuesto no tiene ni idea de quién coño es el filósofo ese. Busco en la web y no encuentro si hay relación de nombres. Pero sí veo que los seneca eran parte de los indios 'iroq'. ¿Y bien? Nah, tonterías mías, a esos indios dedica Jam-iroq-uai su nombre y sus discos funky esos que parecen de la Earth, Wind & Fire. No se lo digo al agente. Lo mismo me mira más raro aún, él que lleva sólo varios cedés de James Taylor en la guantera. Es que también le he explicado que cuando el presidente Aznar nos dice a los españoles que confiemos en él porque sabe que Saddam es malo y tiene cosas malas me da por pensar que lo sabe tan seguro porque él mismo se las ha vendido. Me ha mirado mal, lo vi entre las risotadas que se echaba, las de salesman moderno, las de hijo de Willy Loman adaptado a los tiempos.

6.- y, sin embargo, dejarse fascinar, aunque cada vez menos: extrañar a los empleados de los aeropuertos, emigrantes hispanos, al hablarles en español en acento que no reconocen, pero disfrutar del calor de su acogida. Comer en dos días en un italiano (pidiendo vino francés), un francés (pidiendo vino francés), un americano (pidiendo vino francés) y un mexicano (pidiendo, en español, una cerveza mexicana). Maravillarse ante los puentes sobre el río Ohio, viejas reliquias de los años veinte, de estructura metálica de cobre roído, y diseño envolvente y apasionante. O ante los camiones iluminados, agresivos y espectaculares, capaces de adelantarte a toda pastilla, o de encender la noche como si esto fuera Osaka. Y dejar perder la vista en las flatlands de Ohio tapadas por los treinta centímetros de nieve mientras las vacas aprovechan la poca zona de verde libre, o los caballos blancos y marrones trotan en las granjas, casi en estado de semilibertad. Evocar las viejas canciones de Van Morrison al cruzar el río Allegheny en el centro de Pittsburgh mientras se siente algún indicio de ataque místico. Ver los pueblos llenos de iglesias, que parecen repartir simonías, no muy lejos de las reservas amish de Ohio y Pennsylvania, parar en alguna gasolinera y ver que se venden muebles hechos a mano por los cuáqueros, y recordar a Harrison Ford, Kelly McGillis y Lukas Haas en aquella vieja película...

don't'now much about history...
...what a wonderful world this would be

Los puentes de Ohio State

Distancia Johannesburgo - Cincinnati: 13.300 Km
Viaje realizado en marzo de 2003 (etapa 1 de 3)

miércoles, 30 de junio de 2010

Under African Skies

Miriam Makeba (vía The Sydney Morning Herald)


Ahora que Sudáfrica está de moda, he recordado que visité el país hace ya un tiempo… Fue un viaje laboral, organizado con miedo y prisa por la empresa, y su principal característica era su rápida resolución. Aprovechando que los vuelos a Sudáfrica son nocturnos, sólo dos noches de hotel aseguraban tres días de trabajo a pleno rendimiento, con la mínima ausencia necesaria de los hogares donde esperan los niños, pesadilla, excusa, (¿bendición?), de la vida a partir de cierta edad. Por su lado, la búsqueda de tarifas aéreas más baratas me obligó a sufrir terriblemente y tener que pasar dos días enteritos en Londres con gastos pagados. Algunos hemos nacido para penar, qué se le va a hacer.

No es suficiente pasar una noche en Johanesburgo y otra noche en Nelspruit (un nombre de sonoridad verdaderamente afrikáner, y hoy sede de partidos del Mundial) para juzgar cómo es Sudáfrica y cómo son los sudafricanos. Para saber si los tópicos se cumplen: ¿realmente es Johanesburgo tan peligrosa? ¿colea de alguna manera el racismo? ¿la penosa situación médica que dicen los diarios es real? Sudáfrica es un país extraño. A los ojos del visitante recibido por blancos para hacer negocios, todo está controlado y es similar a lo que uno puede ver en otros países de los llamados desarrollados. Grandes autopistas e infraestructuras, buenos restaurantes y hoteles, bonitas tiendas de souvenires estupendos y exóticos a más no poder. Llama sobre todo la atención lo barato que es todo. Una noche en hotel de lujo junto al parque Kruger -el gran parque nacional del país donde puede visitarse toda la fauna megagrande que uno imagina en África- apenas cuesta 35 euros. El plato más caro en un restaurante de lujo no llega a los 7 euros. Y, sin embargo, en estos restaurantes, los negros, que son el 85% de la población, no comen, sino que sólo sirven mesas. En los vuelos internos uno está rodeado de caucásicos blanquísimos: los negros no vuelan. No, según dicen, ni siquiera hay transportes públicos, con la excusa de la seguridad. Si los negros tienen que moverse, simplemente andan, como si fueran Michael K. Los ves en las carreteras, en las autopistas, esperando que pase algo, normalmente solos, a veces en grupos pequeños, andan lento, por un paisaje verde aunque no fresco: es septiembre, el final del invierno, y, aunque dicen que es inusual, hacen 25 grados en Johanesburgo y 30 en Nelspruitt. Hay racismo, claro está, pero inicialmente sólo vemos el basado en economía. Visitamos empresas y nos saludan los gerentes, los directores financieros, los ingenieros que tienen carrera. Todos son blancos. Pero en planta trabajan negros, con jefes de planta blancos. Una de las empresas tiene un cierto aire colonial, con un edificio de relativo lujo -oh, sí, aire acondicionado cerca de la jungla, adornos de caza, una arrogancia british flotando en el ambiente-, rodeado de gran vegetación. Mientras nos reunimos, todos blancos, un negro pone la comida, otro retira los vasos usados, otro limpia la ventana por el exterior. Nos invitan a cenar: el gerente acosa a los camareros negros, les hace sacar continuadamente botellas de vino: first, this, second, that, then, the other, y yo me acuerdo de James Cagney en el 'One, two, three' de Billy Wilder vendiendo refrescos de cola en el Berlín Occidental. Devuelve un plato que le sirven porque no es la casseroule que él quería que fuera... this is nasty, awful... aunque luego se deshace en elogios delante del maitre del steak medium rare que pide que le sirvan, disgustado y sin querer el plato anterior. Eso sí, el maitre es blanco...

¿Es el país inseguro? Hay control de seguridad en una garita instalada unos dos kilómetros antes de entrar en coche en el hotel, una instalación tipo resort llamada Caesars, de la misma cadena que el famoso casino de Las Vegas, hecho a su imagen y semejanza, igual de espantoso, con tiendas de lujo, exóticas y un casino. Y que, a fin de cuentas, te encierra en una cárcel. Cuando conducen, cierran siempre los dispositivos de seguridad, aunque sea para un trayecto pequeño. Pero poco más veo. No noto excesiva presencia policial, a pesar de que son días en que Tony Blair y compañía han estado por acá, de cumbre medioambiental que en pocos meses se olvidará convenientemente.

De Johanesburgo volamos a Nelspruit en uno de los aviones más pequeños en que nunca he viajado, en dura competencia con algunas avionetas para vuelos locales que a veces le toca sufrir al viajero. Nelspruitt es pequeñita y capital del sur del parque Kruger (la región se llama Mpumalanga). Se ven menos negros acá, incluso gran parte del servicio es blanco, dando la sensación de que esto es un valor añadido, como esos moteles americanos que ponen sus neones de 'american owned' como valor añadido frente a los hoteles regentados por indios. No se come nada mal, aunque nos llevan a restaurantes de comida europea, italiana, francesa, o –mira por dónde a 10000 kms de casa- 'mediterranean fusion', y queda en el aire saber si esto es lo que comen habitualmente nuestros anfitriones. Lo digo porque en un lunch informal en una de las empresas nos pusieron unos bocaditos con comida dulce y salada mezcladas que fueron simplemente espantosos y que por un tiempo me llevaron a pensar en las peores experiencias gastronómicas chinocoreanas que he tenido.

La vuelta de Nelspruit a Johanesburgo sí que fue divertida. Se levantó tormenta interesante camino del aeropuerto. Nunca había facturado tan tarde, sólo cinco minutos antes de salir el avión. Claro que hay que ver el aeropuerto: más o menos tan grande como el salón de una casa, con cuatro sillas y un miserable mostrador. Decían estar haciendo uno nuevo, lo cual el señor Mundial agradecería: en su día, al ser la pista bastante pequeña el piloto, al aterrizar, se asegura de que no se le acabará la pista con un movimiento vertical de descenso en los últimos veinte metros que repercute directamente en las posaderas del viajero con el consiguiente susto, gusto y disgusto. Pero el despegue ventoso fue más bonito. Anochecía. Nos aseguraron que si seguía el viento y se hacía de noche no despegaríamos, porque la pista no tiene iluminación. El indicador de viento estaba henchido. Uno de nosotros, en hábil uso del idioma patrio, dice en voz alta: 'mira qué hinchado está el condoncillo', provocando miradas de un par de viajeros de pinta terriblemente wasp (¿sabrán castellano? ¿han entendido lo del little condom? ¿habrán veraneado en Benidorm?). En esto que viene el piloto y con una profesionalidad a prueba de bombas y como muy de Bilbao, nos dice que lleva treinta años haciendo esa ruta, conoce esas tormentas, y está seguro de que habrá periodos de calma. Basta con que cuando haya uno de ellos... corramos hacia el avión para hacer el embarque en tres minutos y salir a toda leche... Cosa que al final sucede, el pasaje corriendo hacia el avión por la pista en medio del polvo del sur, el vuelo sale y es tranquilísimo y sin problemas. Pero con los nervios a flor de piel, el personal se pone a despachar latas de cerveza que da gusto y llega entre risas a Johanesburgo.

Poco más, penosamente, puedo decir de Sudáfrica. Que fue un viaje demasiado paliza, tantos kilómetros en sólo cuatro días, aunque por lo menos no hay excusa por el jetlag, que es la misma hora acá que allá. Que como siempre, es una pena no haber visto más, al menos algo del Kruger -aunque a mí los animalitos o animalotes no me suelen decir mucho- y sobre todo, Ciudad del Cabo, one of the most beautiful cities in the world, dicen ellos. Y sí, que no me apetecería vivir aquí. Siendo blanco, parece que se puede vivir de puta madre, y eso en mi opinión parece empeorarlo, sobre todo cuando algún inmigrante (australiano en este caso) te lo comenta. Aunque con prudencia un tanto hipócrita: el gobierno tiene disposiciones políticas para que los negros puedan acceder a puestos de mayor responsabilidad, ostentar más del 51% del accionariado de las empresas...

Ah, claro. ¡Londres! Ciudad que tras Alan Moore soy incapaz de visitar sin fijarme en las miles de iglesias espantosas llenas de obeliscos fálicos y francmasones que tiene. Mismamente detrás de San Pablo hay tres de ellas alineadas como en confabulación neotemplaria. Je. Y es curioso que esta ciudad nunca se acaba, siempre hay flecos de visitas anteriores. No había estado nunca en el mercado de Covent Garden, para ver por donde se paseaba el asesino de Frenesí. Ni en el Forbidden Planet de New Oxford Street, donde estuve viendo comics modernísimos e ignotos y me sorprendió la enorme sección de comic japonés y que la mayor parte del público fuera precisamente oriental, y no necesariamente en la parte de manga/anime. Y, sobre todo, tuve la revelación Harrods. Me dije yo a mí mismo: vete a Knightsbridge y te paseas por el centro comercial ese donde venían a comprarse la ropa las neguríticas hermanas mayores de tus compañeros de clase del colegio después de abortar... Y yo que me esperaba una cosa cutre como El Corte Inglés, voy y me encuentro con un centro de mucho más lujo, pero igualmente hortero y kitsch, con un lugar increíble llamado 'The Aegyptian Scalator', una escalera mecánica rodeada de barrocos y egipcios motivos decorativos, que culmina en el lower ground floor con el increíble 'The Dodi & Diana Memorial'. Señores: un retrato de Dodi y otro de Diana, ambos en marcos dorados, presiden una pirámide transparente donde se encuentran dos mementos de la llorada pareja. Uno de ellos, el anillo de compromiso que Dodi le regaló la noche anterior al accidente, un espantoso amasijo de brillantes que dudo que Diana pudiera llevar en la mano sin sufrir luxación de falanges. Y el otro, una impresionante copa tapada con una plaquita que al parecer no son sino los restos del vino blanco que la noche fatídica degustó la pareja feliz en aquel restaurante de París. Restos, desde luego, pegados asquerosamente a las paredes de la copa, y con un aspecto ciertamente infumable. Después de mi carcajada necesito tapar mi sonrisa cuando un hombre joven, árabe, me pide todo serio que por favor le haga una foto viéndose el Memorial detrás de él, después de preguntarme si eso estaba permitido. Qué cosas, me pregunto... pero le hago la foto, claro.

El (terrible) Memorial, vía aquí.



Viaje realizado en septiembre de 2004

Distancia Oviedo - Johanesburgo: 8448 Km.

domingo, 23 de mayo de 2010

Asturias (y ii). La provincia

Si Asturias es terreno un tanto inabarcable de por sí, imaginen si apenas se dispone de cinco días. Sólo puede picotearse, imponiéndose además la lógica de los agotadores kilómetros por carretera. Si esta además se ve alterada por las caravanas propias de la Semana Santa, las dificultades son mayores. Aunque nuestra mayor retención no fue debido a las vacaciones de la santa clase media, sino a la autoridad (ya les cuento más tarde).

El espectáculo natural propiamente astur más obvio es el Parque Nacional de los Picos de Europa. Y entre lo mucho a escoger por ahí, la discontinuidad ontológica de la meteorología cantábrica, las lesiones en las piernas, y la falta de costumbre montañera, nos llevaron sólo a un paraje no por conocido menos bello, los lagos de Covadonga. Había yo mismo subido hacía 17 años (¡¡¡DIECISIETE AÑOS!!!), y recordaba una carretera sinuosa, un tráfico infernal de subida y bajada, varios tensos momentos junto a extensos precipicios y un coche más adecuado para la función de subir a esos más de mil metros de altura prácticamente desde el nivel del mar.


Esta vez, amaneció un miércoles santo primaveral y azul, y los ánimos eran buenos. El camino sigue siendo estrecho y endiablado, los precipicios no se han ido, los quitamiedos parecen haberse multiplicado, pero además no había casi tráfico, la ascensión es tranquila, y las infraestructuras son mejores. Un par de bares donde antes creo recordar sólo había refugios, una conexión con pistas y escaleras entre ambos lagos, y hasta… ¡¡hasta taxis!! ¿No me creen? Pues…


Arriba el viento es mucho, pero el lugar permanece espectacular y manteniendo cierta adorable virginidad en la que los rastros del ya incontrolable paso humano no parecen enormes a mis ojos inexpertos. Al bajar, de nuevo con tráfico tranquilo, la primavera da paso a un cielo cerrado y un inicio de lluvia pertinaz. Que fastidió la posible visita a Cangas de Onís (donde el puente romano nos fue esquivo, y cansados nos fuimos para acabar viéndolo por sorpresa desde el coche), y en Ribadesella literalmente nos expulsó de puerto y playa a golpes de viento huracanado. No obstante, el centro es practicable aunque sea bajo el aguacero; soportales, algún palacete, casas y calles reconstruidas. Y frente a tales embates del tiempo, sólo nos quedó volver a Oviedo y dejar de sufrir agua en el exterior y disfrutarla en el interior (en forma de spa). Esto de lluvia descontrolada, que no fue precisamente pura maravilla, a pesar de todo, nos fastidió incluso más que la autoridad….


Otros días la meteorología fue más amable. Así, pudimos disfrutar de un Cudillero luminoso, primaveral, lleno de gente, que con sus calles estrechas, su puerto aislado por la montaña escarpada, y sus casas ascendiendo por las laderas se nos antojó un SuperElantxobe, con el que comparte tradición pesquera y encanto tradicional. Es no obstante bastante más turístico. Entre Cudillero y Muros del Nalón pasamos por varias playas ‘con encanto’, con rocas y mareas bajas, y de repente el tiempo se torna desapacible, un ligero calabobos aparece y hay viento. Paramos en Candás, un pueblo costero entre Avilés y Gijón, y las nubes se han despejado y es posible pasear por la playa y hasta hace calor.


Esta locura de tiempo atlántico debiera sernos reconocida, pero ciertamente tanto cambio en tan poco tiempo resulta agotador. El paseo costero termina en Villaviciosa, donde el pueblo alejado del mar resulta de interés. Además de iglesia y palacios, reclama ser la primera ciudad española en la que Carlos V puso pie (para reinar, claro), también tiene un bonito mercado y, muy cerca, pasamos por la fábrica de Sidra El Gaitero, de la que me atrevo a decir que tiene más encanto en su edificio industrial casi centenario que en el contenido de las botellas de su producto. La fábrica está camino de la playa de Rodiles: tuvimos que decidir entre las dos riberas de la ría de Villaviciosa, y escogimos el lado oriental. La playa del final de la ría resulta espectacular, con su longitud importante, su bosque (que me temo sea colonizado por campistas deseosos de barbacoas en el más crudo verano), la desembocadura, la isla de árboles en medio del río.


¿Y la autoridad?

Bueno, la autoridad ha cambiado mucho en este país, tanto en imagen como en formas. La Guardia Civil ya no son dos señores con bigotón, de cierta edad, y malas pulgas a raudales. La Guardia Civil en esta ocasión fueron cuatro muchachos veinteañeros de excelente ver, muy serios pero respetuosos. Nos pararon a la salida de Cudillero. En un principio sólo pidieron documentación del coche, pero (sospecho que) al descubrir la procedencia del vehículo comenzó el carrusel. En medio del cual la radio les informó de que ‘esta persona no tiene causa pendiente’. Pero no por ello terminaron la labor. Con un agente junto a cada uno, con otro en la radio y otro permanentemente junto a la puerta del conductor, nos cachearon por completo, nos registraron maletero (interesantes botellas de sidra y quesos astures que decepcionaron sin duda al señor representante de la autoridad), asientos, bandoleras e incluso la cartera, donde se enteraron bien de qué fotos llevaba o qué dinero me quedaba para terminar las vacaciones. Que todo ello sucediera a pesar de ‘no tener causas pendientes’ o (sospecho que) por venir el coche de Bilbao indica cierto bordear la legalidad, aunque más profundamente indica otra cosa: miedo oculto bajo presunta confianza. Parece que, no obstante, estábamos limpios. No hubo saludo reglamentario al despedirnos, ni reconocimiento de servicio público. No es la más tensa que he tenido, incluso hacía tanto que no me paraban en un control que hasta sirvió de revival, pero no estaba seguro de siguieran existiendo así.

Distancias Oviedo-Covadonga-Ribadesella-Villaviciosa-Candás-Cudillero-Oviedo: 303 km
Comer en Cangas de Onís:
Pulpo, cabrito, y queso gamonéu. Excelentes.