Hasta diecisiete metros de profundidad en un pequeño lago entre enormes rocas de piedra bien pueden atesorar leyendas de pasión familiar sobre el agua de su espejo oscuro. Las piedras son hijas de las morrenas, rotas por un glaciar hoy sólo imaginado; son audiencia de águilas y buitres, del eco fantasmagórico de voces y gritos de vivos y muertos. Los árboles crecen sin restricción. Arriba, por encima de las rocas más altas de este circo inesperado, ligeras cascadas anuncian que no le falta agua a la Laguna. Que tampoco le falta a su hermano el Duero.
Al bajar se impone, siempre, un silencio. Esta vergüenza al saber que se ha mancillado un paraje sólo para los poetas, los tranquilos, los muertos. Que simplemente hemos satisfecho una curiosidad innecesaria, que un coche nos bajará cómodamente a una civilización de calefacción y luz artificial. Que ya no somos ni viajeros ni poetas. Tal vez esa vergüenza es la misma que ya no abandonaría nunca a los hijos de Alvargonzález al descender y ver el rastro de sangre de su padre muerto por una querencia de campos, y al que “en la laguna sin fondo, que guarda bien los secretos, con una piedra amarrada a los pies, tumba le dieron”.
Sin palabras Goio. ¡Precioso relato!
ResponderEliminarMalegra que te haya gustado! Muchas gracias!!
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